28/11/13

La parte por el todo

Tenía los ojos vendados y el cuerpo transpirado. Estaba de pie frente a un muro de unos cinco metros de alto. La punta metálica y fría de un fusil en la nunca le erizaba los pelos. Un soldado le gritaba en el oído cosas que no podía entender, mientras lo sacudía del uniforme. De tanto apretar las muelas sentía que la cabeza le estaba a punto de estallar. Cuando se alejo la voz, se quedó pendiente de lo que seguía, atento a los instantes sucesivos −tan próximos y trasparentes− que aplastaban su cara como un vidrio, deformándola.
Podía componer la imagen de ese pequeño universo en tan sólo un instante: las armas, las boinas, las botas, sus cordones, el polvo, y a menos de cien metros estaban ellos… de espaldas, aplastados por el sol, mientras una brisa sofocante jugaba a erosionar sus  polvorientos uniformes.
La fila de soldados apuntaba a los presos. El sol iluminaba la punta de cada uno de sus fusiles. Un poco de tierra se levanta con el viento y el graznido de un pájaro parado en la cornisa desconcentró al cabo Fernandez. Martinez, ya distraído, miraba la cantidad de tierra que habían juntado sus botas, y pensaba en el cepillo y el lustre de este domingo por la noche en su habitación. Necesitaba mostrarse triunfal e impecable en la formación del lunes siguiente, justo antes que el himno se haga escuchar. La soledad y la angustia estaban sentadas en una de las galerías laterales del cuartel, tomadas de la mano.
Los soldados buscaban una coincidencia, atrapar con la mira a esos pequeños rehenes para que luego se tumben y pasen los que siguen y se tumben, y pasen los que siguen, hasta que ellos estén contra un paredón y alguien los haga coincidir de alguna manera. La precisión lo era todo. Si no mataban de un tiro eran castigados. No podían fallar. Los superiores no querían gritos desconcertantes. Tenían que ser efectivos.

Por las noches, los sueños de la mayoría de los soldados no eran nada fuera de lo común. Algunos eran terribles, como los de Yañez. Él soñaba que miraba  una película en una sala de cine y, de golpe, una de esas caras gigantes que estaban en la pantalla lo miraba, extendía su brazo, lo atrapaba con los dedos como tomando una pizca de sal y se lo llevaba a la boca. Así despertó gritando varias noches. Así fue tomado por loco y encerrado.

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