Tenía los
ojos vendados y el cuerpo transpirado. Estaba de pie frente a un muro de unos
cinco metros de alto. La punta metálica y fría de un fusil en la nunca le erizaba
los pelos. Un soldado le gritaba en el oído cosas que no podía entender, mientras
lo sacudía del uniforme. De tanto apretar las muelas sentía que la cabeza le estaba
a punto de estallar. Cuando se alejo la voz, se quedó pendiente de lo que
seguía, atento a los instantes sucesivos −tan próximos y trasparentes− que
aplastaban su cara como un vidrio, deformándola.
Podía componer
la imagen de ese pequeño universo en tan sólo un instante: las armas, las
boinas, las botas, sus cordones, el polvo, y a menos de cien metros estaban
ellos… de espaldas, aplastados por el sol, mientras una brisa sofocante jugaba
a erosionar sus polvorientos uniformes.
La fila
de soldados apuntaba a los presos. El sol iluminaba la punta de cada uno de sus
fusiles. Un poco de tierra se levanta con el viento y el graznido de un pájaro
parado en la cornisa desconcentró al cabo Fernandez. Martinez, ya distraído,
miraba la cantidad de tierra que habían juntado sus botas, y pensaba en el
cepillo y el lustre de este domingo por la noche en su habitación. Necesitaba
mostrarse triunfal e impecable en la formación del lunes siguiente, justo antes
que el himno se haga escuchar. La
soledad y la angustia estaban sentadas en una de las galerías laterales del
cuartel, tomadas de la mano.
Los
soldados buscaban una coincidencia, atrapar con la mira a esos pequeños rehenes
para que luego se tumben y pasen los que siguen y se tumben, y pasen los que
siguen, hasta que ellos estén contra un paredón y alguien los haga coincidir de
alguna manera. La precisión lo era todo. Si no mataban de un tiro eran
castigados. No podían fallar. Los superiores no querían gritos desconcertantes.
Tenían que ser efectivos.
Por las
noches, los sueños de la mayoría de los soldados no eran nada fuera de lo común.
Algunos eran terribles, como los de Yañez. Él soñaba que miraba una película en una sala de cine y, de golpe, una
de esas caras gigantes que estaban en la pantalla lo miraba, extendía su brazo,
lo atrapaba con los dedos como tomando una pizca de sal y se lo llevaba a la
boca. Así despertó gritando varias noches. Así fue tomado por loco y encerrado.
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