Los
tres alpinistas hicieron cumbre en el pico superior del cerro más alto de la
gran cordillera blanca, pero una tormenta repentina les impidió regresar a
tiempo. Acostados sobre la nieve, metidos –envueltos– en la carpa ínfima, sin
armar, que llevaban consigo, establecieron turnos de media hora durante los
cuales uno dormía –o dormitaba, o lo intentaba– en el medio, mientras los otros
dos resistían.
La
tormenta pasó y al atardecer del día siguiente llegaron al refugio, donde
dieron la franca impresión de estar muertos. Los desnudaron a unos metros de la
chimenea, les dieron cucharadas de sopa en la boca y los metieron en las camas
angostas ubicadas junto al hogar, pero no se durmieron.
De
manera espontánea y mecánica, como un fluido hipnótico, se fueron contando –con
la voz que les quedaba en el cuerpo, entre el susurro y los gruñidos– los
sueños que habían tenido en la cumbre de la gran cordillera blanca: un
apuñalamiento; el llanto de un sordomudo; un sol rojo, inmenso, parpadeando en
el centro de un cielo rojo; las risas agudas de gaviotas borrachas; un durazno
gigante rodando barranca abajo; el fuego de una vela ardiendo sobre la
superficie de un lago, de noche; un niño pateando una pelota peluda; las
caricias arrugadas de una anciana...
El
refugiero los iba anotando en su diario, sorprendido de la nitidez de esos
recuerdos y comprendiendo –de a poco– que ya no se podía hacer nada más por
esos tres alpinistas, que no habían vuelto, que ya nunca volverían.
A
miles de kilómetros de distancia, unas pocas personas de distintas edades
soñaron borrosamente con una interminable tormenta en la cumbre del pico
superior del cerro más alto de una gran cordillera blanca; con un
apuñalamiento, el llanto de un sordomudo, un sol rojo, inmenso, parpadeando en
el centro de un cielo rojo, las risas agudas de gaviotas borrachas, un durazno
gigante rodando barranca abajo, el fuego de una vela ardiendo sobre la
superficie de un lago, de noche, un niño pateando una pelota peluda, las
caricias arrugadas de una anciana...
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