Apenas terminó el bachillerato, mi tío abuelo político
recorrió la Patagonia.
En la ciudad de Ushuaia, en un restaurante, conoció al que
se decía era el último hijo varón de padre y madre Selk´nam.
Viejo enorme que cruzó la puerta, se le acercó rengueando y
con modo seco y voz gruesa y ronca, le preguntó:
– ¿Qué leés?
– Una novela…
– ¿Cuál?
– No, no la conoce.
– ¿De quién es?
– Dostoievski.
– Ah, sí. ¿Cuál?
– Crimen y castigo.
– Ah. Yo leí Los hermanos Karamázov. ¿Me lo prestás?
Así fue como el viejo Selk´nam se llevó a la montaña el
libro de mi tío abuelo político, junto a la sal y el tabaco que cada tres meses
bajaba a buscar. Le dijo que vivía de la caza del guanaco y que su Dios estaba
muy viejo, tan viejo que se había olvidado de él y de su pueblo, y que por eso desaparecían
sin remedio.
Mi tío abuelo político –que también era alto, grandote y de
voz grave, que tenía rasgos duros y un lado de la cara caído, un humor pícaro que
le hacía torcer algo más la boca torcida, y una risa fuerte y voluntariosa,
que arrastraba al resto–, siempre repetía la anécdota, y nunca le alcanzaban las
palabras para transmitir la tristeza ni la corpulencia de ese gigante triste,
cuyo nombre no recuerdo.
Después hablaba de los Selk´nam: de la voz gruesa y la
fortaleza de sus mujeres, que se ponían de pie con ristras de leña a la
espalda, de un salto, y las cargaban por distancias considerables; de su vigor
en aquellas temperaturas; de su habilidad de cazadores; de su talla y
musculatura proverbiales…
Después hablaba de los cazadores de los Selk´nam: los
europeos a sueldo de estancieros europeos, encargados de limpiar zonas que se
habían vuelto ganaderas, desplazando al guanaco con la oveja; de los soldados
ingleses, que cambiaban cuero cabelludo, orejas o manos de indio por libras
esterlinas…
Y entonces rememoraba otra anécdota, anverso de la anterior,
sobre uno de esos soldados ingleses, ya decrépito, que vivía en una estancia de
Tierra del Fuego, en la que mi tío abuelo político pasó unas semanas. De día
era tan educado e inaccesible como un inglés, y nadie más que un inglés puede
serlo. La noche la pasaba entre gritos, quejas, alaridos. Y a la mañana siguiente
volvía a salir de su habitación como si nada: alineado, impecable, reservado y
amable. Inglés. Mi tío abuelo político terminaba la historia siempre igual:
– Nunca pude determinar si lo que le dolía era
el cuerpo o la conciencia.
Y entonces sí hacía silencio, y dejaba que la conversación
cambiara de rumbo.
1 comentario:
"Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo)una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo"
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.
Ficciones
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