El
pasto había crecido entre las baldosas. Eso miraba Joaquín, un poco pensando en
el pasto, en la pereza de cortarlo, un poco divagando, desviando la vista hasta
el cielo nublado, la gran masa de vapor que se movilizaba raudamente hacia la
derecha, dejando asomar la luna entre sus partes más deshilachadas, volviéndola
a tapar nuevamente con su espesura, Joaquín se regalaba en la velocidad de las
nubes hacia la derecha, la marcha disciplinada hacia el río, cuando un
movimiento dentro de la casa lo interrumpió. Giró sobre su silla en la galería
y vio por el vidrio del ventanal un movimiento habitual. Sabía que, por la hora
que era, Laura estaría mandando a dormir a Tomasito, invisible detrás de la
mesa del comedor. Joaquín quiso permanecer torcido en la silla por si Tomasito
venía a darle un beso antes de irse a la cama, pero un posible cruce de miradas
con Laura lo persuadió de abandonar el asunto y volvió a darle la espalda.
Cuando volvió a enfrentarse al exterior, vio las nubes y recordó vagamente y
sin proponérselo el hilo interno de su mundo. Pero ya no podía recuperar del
todo ese mundo que de alguna manera ya estaba perdido para siempre, había
vuelto a otras nubes, otra galería, otra silla. Las consideraciones acerca de
las divagaciones perdidas duraron hasta el reconocimiento del vaso vacío, buscó
la botella que nunca olvidó del todo donde tangencialmente su memoria le
indicaba, palpando el aire sobre el suelo a un costado de la silla, se abandonó
a la grata sorpresa de la obviedad: la botella seguía ahí. Se sirvió el vaso
con lento deleite, el ruido del aire entrando a la botella de vino, la escalada
contra el vidrio del vaso alrededor del chorro emergente, la constatación de
alguna reserva todavía en la botella.
28/5/14
Tribulación
La misma idea florecía una
y otra vez mientras miraba por la ventana y conversaba consigo mismo moviendo
los labios. El viento soplaba haciendo crujir las ramas húmedas de los árboles.
Yacía en el desorden con la mirada perdida, turbia y corrosiva. Navegaba en un
mar de oscuras cavilaciones cuando un ruido, que nunca antes había oído, llamó poderosamente
su atención, interrumpiéndolo, distrayéndolo. Miró hacia uno y otro lado del
cuarto sin alcanzar a distinguir de donde provenía el sonido. “Debe ser la
escalera” pensó buscando calmar ese principio de ansiedad. Él sabía que no era
el típico crujido de los muebles, paredes o pisos de la casa. Tampoco se
trataba de ratas o de insectos. La situación parecía la misma que hace unos
segundos atrás, la misma que hace minutos y horas atrás cuando deambulaba por
su habitación o sollozaba en el sillón, con su bata entreabierta, dejando a la
vista un cuerpo poco atlético. Sin embargo, la situación no era la misma, había
cambiado y él lo sabía bien. Había algo allí que no lo dejaba volver a
sumergirse en sus preocupaciones.
El
centelleó de un relámpago dejó todo al descubierto por unos instantes. Algo
parecía haberse movido cerca de la ventana y escuchó el mismo ruido de antes,
pero con una diferencia, se le sumaba lo que parecía el chillido de un animal
salvaje en la mitad de la cena. Al escuchar esto, la garganta se le hizo un
nudo y su pulso tembloroso dejó caer el libro que sostenía con la mano derecha.
Se acurrucó sobre el sillón, tapándose la mitad de la cara, dejando a sus ojos como
los últimos y cobardes testigos de una
desgracia.
Otro
rayo y un relámpago después. Afuera el viento soplaba haciéndose sonar como una
continuidad de infinitas letras “ú” (“úúúúúúú”), y las maderas crujían
golpeándose contra la ventana. Este rayo fue infame: eso que antes había
parecido moverse cerca de la ventana, ahora estaba estático junto a ella.. Cuando
el rayo iluminó todo, los ojos de la criatura refulgieron. Estaba frente a él,
mirándolo. Su altura era inferior a un metro y su forma indescriptible. Tenía
un color opaco como a basura, llamativos ojos amarillos y no daba rastro alguno
de alguna extremidad como brazos o piernas.
Su
corazón latía más y más fuerte, mientras se fregaba los ojos esperando que sus
sentidos lo estén engañando. Deseaba que esa figura no fuera más que una mancha
sobre alguno de sus ojos. Se enjugaba la frente quitándose todo las gotas de sudor
y rezaba desesperado todas las oraciones que no recitaba desde hacía mucho
tiempo. Este acompañante parecía de una consistencia viscosa como el petróleo o
el alquitrán. La criatura permaneció inmóvil, estática, a un lado de la ventana.
Miraba, inanimado. Lo observaba acurrucarse en su sillón, taparse la cara con
la bata. Él temblaba sin entender que
tenía delante, a unos escasos metros. Miraba a la criatura y la criatura
lo miraba a él. Cerraba los párpados de forma pausada y a conciencia -con un poco más de fuerza de
lo normal -, esperando que su incómodo
visitante se esfumara.
La criatura permanecía
inmóvil, mientras él, agotado, sentía cada vez más el cansancio. El duelo se
sostuvo hasta que fue resuelto por un desmayo. El visitante miraba, siniestro,
maligno, como un pequeño demonio con espirales en sus ojos, parecía querer
devorarse la noche.
Por la mañana la criatura
se había marchado, pero su presencia se podía sentir en el ambiente, detrás de
un mueble, debajo de la cama o escondido entre esos montones de ropas y libros
que formaban nidos en el suelo. Él no lo podía ver. Pero sabía que seguía allí,
esperando el momento más oportuno para atacarlo.
Poema de amor
Como la
transpiración del caballo o a lo que remite su olor. Como el calor de ese pelo
mojado palpitante. Como la idea de libertad, sujeta a una cincha apretada de
cuero, de piel, de sí, y a las espuelas punzantes, al freno que las muelas todavía
no liman, a las riendas que sujetan manos de futuro dirigido. Como la esclavitud
fiel y orgullosa, de amistad cruzada de rencores, de sonrisas de reojo, de paciencia que
mastica sueños rotos comparados. Como el galopar de placer vibrante que vuela deslizándose
por la superficie penetrada de la tierra. Como el anverso encorvado –puro piernas–
de voluntad espoliada, de acción ciega, de orejas vueltas hacia la nada. Como
el sinsentido de la existencia, su andar deambulante o su mirada sin párpados. Como
esta vida bajo un signo.
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