El
pasto había crecido entre las baldosas. Eso miraba Joaquín, un poco pensando en
el pasto, en la pereza de cortarlo, un poco divagando, desviando la vista hasta
el cielo nublado, la gran masa de vapor que se movilizaba raudamente hacia la
derecha, dejando asomar la luna entre sus partes más deshilachadas, volviéndola
a tapar nuevamente con su espesura, Joaquín se regalaba en la velocidad de las
nubes hacia la derecha, la marcha disciplinada hacia el río, cuando un
movimiento dentro de la casa lo interrumpió. Giró sobre su silla en la galería
y vio por el vidrio del ventanal un movimiento habitual. Sabía que, por la hora
que era, Laura estaría mandando a dormir a Tomasito, invisible detrás de la
mesa del comedor. Joaquín quiso permanecer torcido en la silla por si Tomasito
venía a darle un beso antes de irse a la cama, pero un posible cruce de miradas
con Laura lo persuadió de abandonar el asunto y volvió a darle la espalda.
Cuando volvió a enfrentarse al exterior, vio las nubes y recordó vagamente y
sin proponérselo el hilo interno de su mundo. Pero ya no podía recuperar del
todo ese mundo que de alguna manera ya estaba perdido para siempre, había
vuelto a otras nubes, otra galería, otra silla. Las consideraciones acerca de
las divagaciones perdidas duraron hasta el reconocimiento del vaso vacío, buscó
la botella que nunca olvidó del todo donde tangencialmente su memoria le
indicaba, palpando el aire sobre el suelo a un costado de la silla, se abandonó
a la grata sorpresa de la obviedad: la botella seguía ahí. Se sirvió el vaso
con lento deleite, el ruido del aire entrando a la botella de vino, la escalada
contra el vidrio del vaso alrededor del chorro emergente, la constatación de
alguna reserva todavía en la botella.
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