28/6/14

Fundación mítica de la luna

            Ya estuve encerrado antes, en la misma espera incomprensible.
            Fue hace ya un tiempo perdido, aunque cercano en el calendario abstracto. En ese entonces creo que quise anotar en mi cuaderno, pero no logré ni una palabra, ni siquiera dibujos al margen, sólo rayones fuertes de tinta, por lo que veo ahora. Difícil recordar ese embotamiento incierto, pero adivino que la falta de acontecimientos, la carencia de una estructura temporal en la ininterrumpida repetición de la espera, la pastosa ausencia siquiera de una sombra de sentido, imposibilitaban quizás la tarea de dar algún testimonio, impiden ahora reponer ese período acéfalo.
            Recién cuando salí de mi encierro pude hacerme una idea de lo que había vivido. Me puse la máscara de oxígeno que me dieron sin hablar. Caminé por un terreno indescriptible. No es un decir: no había descripción posible. No llegaba a ser un paisaje, no había nada que remitiera a algo conocido, ninguna imagen que pudiera asociar en el repertorio de mi memoria. Recorría vastas extensiones y bajo mis borceguíes se aplastaba una ceniza caldeada, un tanto viscosa. Después de unos minutos noté que sobre el plano había irregularidades, y supuse que eran llagas del terreno. Llagas que asomaban quemadas por debajo de la ceniza. Ahí empecé a relacionar la máscara escafandra, los cráteres desiertos, el vacío plomizo. Aún como hipótesis improbable, pensé en mi intimidad que por fin había alcanzado mi sueño de etnógrafo. Estaba en la luna, con mi apuntador, haciendo trabajo de campo, debía encontrar una comunidad, una ruina al menos, un signo. Una tormenta espacial podría ser la causa del largo encierro, las explosiones aterradoras que ahora recordaba, los centelleos por las ranuras, los temblores, el calor espeso. La dificultad del territorio alcanzaba para explicar el largo letargo del que me costaba salir. Quise descartar la idea por descabellada, pero mientras recorría las fallas geológicas, la composición del suelo, tenía que rendirme a la evidencia para no perder la razón.

            Al segundo día llegué a la primera interrupción del camino. Un surco de agua, algo que ahora caigo en la cuenta que podía ser similar a un río, pero en ese momento no tenía ningún antecedente. Estaba absorto con el descubrimiento de la novedad: un rato más de marcha invariable y hubiera perdido del todo el sentido, que por ese entonces era frágil. Supe que tenía que hacer un mapa para dominar el espacio. Dibujé una línea, que ahora veo en mi cuaderno. Guardé el cuaderno y crucé el agua por una especie de puente natural de cemento irregular: así de disparatado era el lugar. Una vez en la ceniza más firme, vi que más adelante se inclinaba el terreno -una montaña, diría ahora- y se perdía entre el humo del cielo. Tuve mi primera sensación: miedo. Me detuve. Disfruté de ese miedo todo lo que pude retenerlo, hasta que un impulso pragmático me arrebató la intensidad del sentimiento. Reuní las costras más grandes de ceniza, las apelmacé en un bloque y tallé un cartel: VERBOTEN. Lo dejé allí, de cara a la extensión desconocida, y volví a cruzar el agua. 

           Busqué mi anotador y completé mi mapa. Del otro lado de la línea, la protuberancia amenazante. De mi lado, el dibujo quedó vacío. Me dibujé a mí, pero me pareció algo ridículo. Supe que debía dar un nombre a mis dominios. Por mi oficio de antropólogo, sabía de la importancia de ese acto fundacional. Mientras evaluaba nombres, saqué de mi bolsillo el llavero que me había acompañado como un amuleto durante el encierro, puse ante mis ojos, colgando por la cadenita, la pequeña figura de mujer voluptuosa hecha de goma espuma. La había apretado con furia en momentos de tensión, palparla se había vuelto una necesidad ansiosa. Hice un promontorio de cenizas y suelo  -escombros quemados, diría ahora- y coloqué la muñequita en la cima. Alrededor, surqué con el talón un círculo en la ceniza, un poco para recargar el símbolo, un poco para joder. Me prohibí tocarla para siempre, a mí y a quien se atreviera a entrar a mi lugar, que todavía no había nombrado. 
               Hubo un sonido ubicuo y atronador, imposible de rastrear -más tarde entendería que eran naves espaciales de los americanos. Me quedé inmóvil durante un rato inmenso, kilométrico, regulando la respiración en mi máscara húmeda, hasta que despuntó un murmullo y se hizo ruido. Aparecieron los astronautas americanos, bien equipados con sus máscaras, pero con uniforme de infantería y armas. Habían desatendido mi prohibición de cruzar el curso de agua. Yo estaba solo, indefenso, y solo atiné a sacar rápido mi libreta y escribir: Krater-Tal.
               Es lo que leo ahora en las hojas gastadas, de nuevo encerrado en una espera sin sentido: Krater-Tal. Cada tanto aparece un americano insolente tras la rendija de la puerta y, por más que estamos de acuerdo en lo mínimo -estamos en 1945, y con eso qué- me dice que yo no soy un antropólogo argentino que estudió en San Pablo con Lévi-Strauss, sino un general alemán; y me dice que no estamos en el valle de Krater-Tal en la luna, sino en Dresde, cerca de Praga. Con el correr de los días llegué a elaborar que yo vendría a ser un nativo -un poblador previo de Krater-Tal- totalmente incomprendido por la mirada de este ignorante que habla inglés con sotaque americano, o mejor dicho, por la mirada de alguien que es él mismo hablado por el lenguaje de la ocupación. Y que me dice que le entregue mi libreta.

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