28/11/14

Doble vida

     Wilson miró a ambos lados del pasillo reluciente, giró la llave y entró. El atardecer enrojecía el ventanal, esparciendo un entramado de naranjas y lilas en la cama y las paredes.
     De memoria, apoyó sobre la repisa de vidrio los anteojos negros, el teléfono bueno, el reloj plateado, las llaves del trabajo. Se descalzó: cada pie con un suspiro. Colgó prolijamente el saco de lino rosa antaño, la camisa gris perla, la corbata azul oscura y el pantalón beige.
     Tres segundos, pensó Wilson, con los ojos cerrados, mientras dejaba caer su cuerpo saturado de cansancio en el acolchado de seda. No pudo evitar una leve perturbación: todavía se percibía algo del aroma exquisito y sutil, Orquídea Negra.
     Un par de minutos más tarde fue al baño, se lavó la cara, se peinó al medio. Se abrochó la camisa a cuadros, frente al espejo, mientras el desodorante barato y penetrante, inexorablemente, lo envolvía.
     Se colocó el jean y los lentes ópticos, y antes de salir corriendo, escudriñó por un instante el profundo horizonte azul petróleo, sin luna, que se derramaba entre las sombras mudas de los edificios atiborrados de ojos rectangulares, vidriosos, oscuros, titilantes, empañados, luminosos…

     Mientras estacionaba la camioneta, vio a su esposa en la cocina. No era particularmente hermosa, pero tenía ese algo indefinido que tenía que tener.
     –Hola amor, llegué –anunció Wilson al cerrar la puerta.
     Alexia se acercó y lo besó con detenimiento, sin pasión, inhalando profusamente, casi olfateándolo.
     –¿Estás listo? –le preguntó sonriente.
     –Como siempre –contestó él, resignado.
     Alexia lo llevó de la mano hasta el sillón, con solemnidad, lo empujó para sentarlo y le colocó el detector de mentiras, subrepticiamente alterado por Wilson, en la mano derecha, la del anillo. Desfilaron las preguntas de todas las noches de la semana: dónde estuviste, qué hiciste, a qué hora, con quién…
     –Teléfono –ordenó Alexia, extendiendo la palma con gesto demandante.
     –De pie –le indicó después de revisar el aparato, impasible, e introdujo las manos en cada bolsillo del jean.
     Alexia lo empujó de nuevo al sillón, pero esta vez riendo.
     –Amor, andá a lavarte las manos que la cena te va a encantar –le rogó, rebosante de ternura–. Me salió exquisita.
     Mientras se dirigía hacia el toilette, obediente, Wilson escuchó todavía la voz aflautada de su esposa, que le aclaraba en tono de advertencia:
     –No creas que se me pasó que llegaste un par de minutos tarde.
     Frente al espejo del baño, mientras corría el agua, Wilson sonrió entusiasmado.


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