Las brasas ardían,
grises, no rojas, era mediodía. La parrilla estaba protegida por una pared de
calor. De la carne iba goteando grasa que se acumulaba y caía densa por las
canaletas hasta ser contenida por una canaleta mayor, transversal. Esta a su
vez estaba pinchada en uno de sus extremos, entonces nuevas gotas de grasa, más
oscura, algo más frías, caían sobre el piso de la parrilla y de ahí al suelo.
Los chorizos marcados descansaban apartados a un lado, mientras que la morcilla
reventada en una de sus puntas dejaba salir el relleno; a medida que la tripa
se achicaba, más y más se asomaba hacia afuera. Pero el parto no acababa ahí.
Después de lo que parecía una cabeza, aparecieron pedazos duros, cartílagos, la
sangre granulada, oscura y coagulada. Los chinchulines chirriaban en espiral,
el cuero del vacío había formado un cuero que crujía, duro como un caparazón.
Alejandro se puso un cigarrillo en la boca, palmeó los bolsillos del pantalón
buscando el encendedor. Al no encontrarlo tomó con la pala una brasa, la acercó
y comenzó a aspirar hasta prenderlo. En la parrilla el calor era insoportable.
Isabel y Susana estiraban un mantel a cuadros cubriendo la mesa de madera.
Entraban y salían con bandejas: vasos, platos, servilletas, cubiertos. Susana
abrazaba un balde con hielo y una botella de vino blanco. Isabel traía vino tinto
y soda. Después volvió a la cocina por una cerveza que le había pedido
Alejandro. Traete el destapador, gritó enseguida él para evitar otro viaje más,
para no esperar más tiempo con la garganta seca. Susana lo miraba en cuero, a
él, su Alejandro, tostado por el sol, con pelos enrulados en el pecho, algo
canosos, que bordeaban sus pezones negros. Miraba ese cuerpo que tantas veces
había estado encima de ella, penetrándola, lamiéndola, y le
provocaba rechazo. No por ese cuerpo mismo. Tenía la molesta sensación de que
el maquinista que lo manejaba desde el interior de su cabeza era otro y no el
de siempre. Los brazos, el pecho, el ombligo eran los mismos, sin embargo su
mirada era otra, se enredaba con furia en Isabel, y claro, ella, porque es una
pendeja y tiene todo duro, nada se le cae. Y lo peor que le gusta, a ella le
gusta que la miren, que la toquen con los ojos, que respiren fuerte con
desesperación, que la agarren con manos venosas del brazo, queriendo retenerla.
La mirada de ellos la hacía fuerte y poderosa, la hacía levitar, mientras los
otros dos babosos ahí con cara de nada. Dejen de mirarla, dejen-de-mirarla.
−Isabel, venís un segundo. Hay que
condimentar las ensaladas−. “A ver si me la llevo y la cortan de una vez”, decía para
sí Susana mirando las pantorrillas marcadas y el culo suave de Isabel que caminaba
delante de ella. Una vez en la cocina Susana echaba aceto, oliva, sal, pimienta
sobre la ensalada de lechuga y tomate
−¿Te cortás un limón?
No, si no la ven es peor. No está y la desean
más. Ellos llenaban sus cráneos de la sombra que dejó, del halo de su
presencia, de su estar ahí, de su ser-deseada-por-ellos-dos. Una sombra que les
entorpece el pensamiento y el mirar. Una estela que divide cualquier intento de
las neuronas de hacer sinapsis. Isabel hacía fuerza para cortar el limón con un
chuchillo algo desafilado. Levantaba el hombro un poco de más, y agachaba la
cabeza, mientras serruchaba. Una gota de transpiración recorrió su perfil hasta
detenerse en la punta de la nariz. Después cayó, salada, sobre el mármol frío.
Eduardo
encendió un fósforo y salió del baño. Apoyó la caja sobre una mesita lateral y
caminó por el pasillo, hasta la cocina. A través del mosquitero se podía ver a
los lejos a Isabel andando con una ensaladera en cada mano. Susana tenía la
mirada perdida. ¿Estás bien? Ella cambió la cara y sonrió exageradamente. Sí, Edu,
¿Por? No, nada, me pareció que estabas rara. No, nada que ver. ¿Acaso me veo
mal?, y sonrió. No, nada mal, nada mal…
¡Ya
sale!, gritó Alejandro con los brazos en jarra y otro pucho entre el índice y
el mayor. ¡Traigan el pan! Eduardo, Isabel y Susana se sentaron en la mesa. De
un lado, Eduardo, del otro las chicas. Alejandro apoyó la tabla con chorizos
mariposa y morcilla. El chorizo lo atenazaban con pan; a la morcilla la acompañaban
con ensalada de papa, huevo y mayonesa. ¿Está rico? Pero ni nos dejaste probar
bocado. Está bien, rico, dijo Isabel. Yo me quemé el paladar. Esperá un poco,
nena. Nada peor que asado y paladar quemado. Alejandro e Isabel le dieron un
sorbo al tinto con soda casi al mismo tiempo. ¿Y qué se cuenta? ¿Cómo la están
pasando? Lindos días vienen tocando ¿no? Un calorcito. Te diría que demasiado
calorcito. Esta -mientras revoleaba un pulgar hacia Isabel sin dejar de mirar
el plato- en seguida está en bolas tirándose
agua con la manguera. ¡Eduardo! Si es verdad. Dos minutos más y pelas tetas. Ya
te desubicas otra vez. Bueno, mal no la están pasando. ¡Una envidia! yo en el
estudio todo el día, cagado de calor. Bueno, pero los fines de semana estás
como un lagarto al sol, agregó Susana. ¿Me servís soda?
Una
mariposa que daba vueltas se posó en el vaso de Susana. Ella la miró. Todos
seguían hablando, masticando. En la parrilla, la grasa de los chinchulines
chirreaba. La mariposa volvió a volar yéndose cada vez más alto, pasó la
enredadera y se acercó a uno de los eucaliptus. Subía y bajaba, con un vuelo
irregular, acercándose a las glicinas y a la Santa Rita. Se elevó un poco y dio
una vuelta a la fuente hasta posarse en la frente de la estatua. Se quedó
quieta unos segundos y después siguió su camino hacia la fila de pinos.
Charlaron largo rato
hasta estar amodorrados por el vino. El sol le calentaba la mollera y sus
cuerpos despedían un vaho de alcohol que los rodeaba como una nube invisible
que entorpecía la comunicación y también la comprensión de los otros. Susana
era la más entera, pero la que menos aguante tenía. Así que una vez que cruzó
el umbral de cuarto o quinto vaso de vino blanco, se empezó a quejar que tenía
dolor de cabeza y mucho sueño, que se quedaba dormida. El resto la miró
reprochándola por tratar de interrumpir la sobremesa con una siesta. Así que se
esforzó unos minutos más hasta que empezó a cabecear.
−Andá a tirarte ahí querés −le dijo Alejandro, fastidiado, señalando la reposera−. Una momia. No sé ni para que la traigo.
−Bueno, tranquilo, no pasa nada. La seguimos nosotros tres.
−Sí, charlamos nosotros. Se tira un ratito y listo, después
vuelve −dijo Isabel.
Susana dejó caer su cuerpo muerto
sobre la reposera. El corte carré se le había venido encima de la cara. No
tenía ni la lucidez ni la fuerza suficiente para correrse el pelo, ni
tampoco para levantarse y moverse de lugar, aunque el sol diera de lleno sobre
la reposera. El graznido de las cotorras, es parloteo multiforme, no le permitía
desconectarse del todo y transpiraba.
El silencio del calor y
la digestión era salpicado por comentarios y conversaciones mínimas. Cuando ya
no sabían de qué hablar Alejandro y Eduardo empezaron a hablar de trabajo:
juicios, alegatos, acuerdos, resoluciones, ad hoc, ad contrario sensu, ad
limine. Isabel no entendía nada de lo que decían, jugueteaba con un corcho
entre los dedos, los amasaba con la palma, aburrida, hasta que se paró y empezó
a levantar la mesa. Pasaba todos los restos a un solo plato y los apilaba.
Todos los cubiertos también los ponía ahí. Agarró una bandeja y comenzó a
caminar hacia la cocina. Susana sufría desmayada de calor. Entre los arbustos
del cerco una figura miraba atentamente todo lo que pasaba.
2 comentarios:
Muy bueno, para alzar las copas. Bienvenido devuelta, nuevamente, una vez más.
Nos turnamos con el camel
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