28/2/15

El juicio

Le llamó la atención que el fiscal hablara y gesticulara enérgicamente, tal como él solía hacer en sus discursos. El miedo, sin embargo, le impedía escuchar más que palabras sueltas: guerra, matanzas, daños, farsa… El alegato parecía interminable, pero al final se hizo silencio, y el fiscal, pesado y terrible, tomó asiento.
Entonces el defensor, de apariencia pusilánime, se puso de pie para despilfarrar habilidades retóricas. Explicó con calma la grandeza conquistada por la nación, su riqueza, la prosperidad de sus habitantes,  el perfecto orden social alcanzado… El acusado miró a su alrededor y notó que solo él se convencían esos argumentos, y el miedo volvió a recorrer su cuerpo, obturándole las orejas.
Los dos jueces le preguntaron si quería decir algo. Le eran muy familiares, los conocía de antes, pero no se acordaba de dónde. Hizo memoria: nada. Le reiteraron la pregunta. Hubiera dado todo –fama, riqueza, poder– por saber si eran aliados o enemigos. Guardó silencio: su garganta era un nudo. Los jueces se retiraron a deliberar. Quedó a solas con un guardia. Cuando volvieron, los jueces eran viejos.
–Es un monstruo –sentenció él.
–Un monstruo horrible –confirmó ella.
Sintió náuseas y la sala se desvaneció en su cabeza. La mano fuerte del guardia le apretaba el brazo para sacarlo del recinto. Con asco sintió el sudor de su cuerpo, y con alivio la voz de la primera dama, que lo agarraba del brazo:
–Mi amor, ¿otra vez la pesadilla?
–Sí, otra vez... malditos padres.

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