28/5/15

Fatiga

Se cansó de todo. De la familia, del trabajo y de la rutina. También de los imprevistos. Se hartó de los amigos, de los partidos y las borracheras. Lo agotaron su perro y los mimos que le exigía, con ojos húmedos e idiotas. Su mujer le daba un poquito de rechazo, además del morbo, pero ahora simplemente lo aburrió. Sintió agobio de cada parte de su vida. No era nada en particular. Tal vez la concatenación, la conjunción de cada cosa junto a la otra. Lo hastiaron su bigote, los anteojos viejos y la ropa color crema que lo caracterizaban. El psicólogo le aconsejó que viaje; la publicidad de los posibles destinos lo hicieron desistir. El desinterés abarcó la música, la gastronomía, el deporte, la tele y los libros. No le quedaba nada, estaba en un desierto espiritual. Con miles de quejas infantiles, su esposa se hizo cargo del canario. Tras años de cuidados minuciosos, ahora le daba lo mismo si moría. Se desesperó un poco al pensar en el resto de sus días, monótonos y cambiantes, repetibles e irrepetibles, como el zumbido de una abeja; o mejor, de una mosca: insignificantes. Pronto la perspectiva también le dio igual. Así pasaron las semanas. Y entonces, un buen día, mientras su jefe le hablaba desde el otro mundo, desde afuera de la pecera de indiferencia en la que sin querer se había sumergido, con la mandíbula inmensa, tensa, casi desgarrada, ciento por ciento acalambrada, bostezó como nunca había bostezado, de una forma interminable, única, inverósimil, y en el preciso instante en que empezaba a tocar el fondo último y mortal de la apatía, la mirada de odio feroz e impotente de su jefe lo conmovió, y volvió a ser el mismo de antes.

2 comentarios:

F.G. dijo...

Picarón

Camel dijo...

Me gustó la presentación de la escena espiritual: el bigote nace ya desangelado, el perro ya perdió el cariño en el momento de aparecer. Linda parábola, una curva corta. El miedo como garante de la identidad.