El primer día que vino la señora llovía.
No era una lluvia pesada, aunque sí era constante. Ella entró, cerró el
paraguas y saludó. No fue un saludo efusivo, pero fue un saludo correcto,
justo, armónico, casi necesario. Nosotros la miramos y entendimos su
naturaleza. No por virtud nuestra, sino por una suerte de halo, fulgor o
resplandor, que la acompañaba. Al quitarse la capucha nos permitió ver la
majestuosidad de sus rasgos, y la caída de un cabello largo, oscuro y
brillante. Quedamos hipnotizados.
Pidió agua y los dos atinamos
a buscar un vaso con tal de satisfacerla.
Colgó sus cosas en el perchero y comenzó
a recorrer la casa. No nos espero en ningún momento. Ella iba delante, y
nosotros detrás preguntándole acerca de distintas cuestiones. Recorría los
pasillos, se detuvo en una reproducción de Goya. ¿Les gusta Goya? Es una
maravilla. A mi hermano le encanta. Atravesó los cuartos y después llegó a la
cocina. Pasó su dedo por la mesada, lo miró e hizo un gesto de indignación, sin
ser nunca desubicada. Abrió una de las alacenas de bajo mesada y controló todos
los productos de limpieza. Falta limpiavidrios, dijo. No se preocupen.
Ese día estuvo un par de horas más en la
casa. Tomó su abrigo y el paraguas y se marchó como vino, con el viento y la
lluvia.
La semana siguiente fue de sol. Una luz
dulce y clara entraba por la ventana y se reflejaba en sus pupilas. Se sentó a
tejer. Mientras nosotros seguimos con nuestros quehaceres. Que ella estuviera
entre nosotros nos daba cierta tranquilidad. La casa parecía encontrar un
equilibrio, un orden.
Por las noches, cuando estábamos juntos,
antes o después del sexo, hablábamos de ella: de su pelo, de sus rasgos, de sus
pestañas, de sus modos tan adecuados. Después cada uno se iba hacia su habitación.
Algunas veces soñábamos con ella,
entraba volando por la ventana y flotaba como una virgen santa con
fosforescencia a su alrededor. La amábamos.
Otra semana nos avisó que no iba a poder
venir. Nos dijo que nos quedáramos tranquilos. Que todo iba estar bien. Pero no
fue tan así. Sin ella en la casa nos sentíamos indefensos, malditos y
corruptos. Nos sentíamos horribles. Torpes, tirábamos las cosas al piso. Todo
se hacía añicos.
Nos dijo que fuéramos pacientes (o eso
imaginamos después). Y tratamos de serlo. Juntábamos nuestras manos y nos
arrodillábamos y pedíamos por su presencia, por su deseo, por el amor. Después
nos desnudábamos y copulábamos.
Un día nos encontró besándonos y nunca
nos lo perdonó. No dijo nada, pero su mirada lo marcaba. Se volteó rápido y
emitió un breve suspiro. Teníamos miedo. No entendíamos por que se había
enfadado.
Sin embargo, más se enojo cuando se nos
cayó una fuente de cristal que adornaba la mesa lateral. Gritaba, qué
desgracia, qué desgracia, juntaba los pedazos con una mano y los ponía en el
saco que formaba su pollera sostenida por la otra mano. Trató de arreglarla,
pero no había caso. Ella, sin dejar nunca la delicadeza, lloraba. Nos daba
vergüenza ser vistos por ella. Entonces la evitábamos. Nos escondíamos. No prendíamos
las luces.
La casa estaba completamente a oscuras.
Fue tanta la vergüenza que estuvimos
toda la semana a oscuras. No nos tocábamos. Al principio no hablábamos. Después
lo hacíamos a través de la puerta.
Cuando la señora volvió entró sin hacer
ruido, prendió una vela y se puso a cantar, recorriendo la casa. Nos pedía que
saliéramos, que dejáramos que ella nos viera. Nos quería besar las manos y las
mejillas. Nos hizo sentarnos en unos grandes almohadones en el piso y nos
acarició la cabeza, a uno con cada mano, hasta quedarnos dormidos.
Cuando despertamos ya no estaba ahí,
pero sentíamos nuestros pechos llenos de luz. No había sufrimiento alguno. Nos
desnudamos y salimos al jardín. Nos tiramos a la pileta que estaba fuera. No
había pudor ni vergüenza bajo el sol.
Nuestras pestañas perladas, la piel
tersa y algo fría, nuestro pelo alquitranado como plumas de pato. Nos recostamos al sol. El
calor energizó mi cuerpo. La erección era inevitable, mostrando
guirnaldas violetas subir por el tronco, coronado por una cabeza roja, con
forma de corazón. Me lamió con constancia hasta eyacular y me sentí morir.
Éramos dos.
Los rayos de sol se escapaban por entre
las nubes. Después el cielo se cubrió por completo. La señora salió con sus
túnicas. No se le veían los pies, y avanzaba por el jardín lentamente. Llegó
hasta el borde de la pileta nos vio desnudos y sonrió. Después nos cubrió con
el manto y comenzamos a ascender al cielo.
A la semana siguiente nos enseño sobre
la virtud y las debilidades de los hombres. Nos permitió salir al jardín
vuelta. Salimos solos, nos desnudábamos mientras corríamos. Por un momento él
saltaba en una pata para terminar de sacarse el jean, yo iba con las manos
detrás para soltar el corpiño. Nos zambullimos. Bajo el agua los rayos de sol culebreaban.
Veía sus pelos flotar como un erizo de mar, los cachetes repletos de aire y el
pene suspendido entre sus piernas abiertas.
Salimos y nos recostamos sobre el piso
de ladrillo que hervía. Mis pezones, erectos y mi tetas de piel blanca-leche
que dejaban ver mínimas arterías como nebulosas. Él se agachó, separó mis
piernas y me lamió el clítoris. Éramos uno y después dos, felices y
melancólicos dos.
La señora salió volando desde la casa.
Los hábitos flameaban. Estaba furiosa. Nos dijo que nunca nos perdonaría. Lo
culpaba a él por lo que hizo y a mí por incitarlo. A él lo castigaría con
latigazos. Para mí hizo traer una guillotina. Una comitiva enmascarada, como
pájaros, empujaba la máquina hasta la mitad del jardín. Gente y más gente
comenzó a entrar para ver el espectáculo. Me acusaron de ser baja, una animal
horrible, barroso y bífido. M introdujeron el mango de una lanza por el ano y
levantándome me colocaron bajo el filo, a la espera.
El verdugo esperó la orden de la señora.
Bajó un brazó y el filo cortó mi cabeza. Rebotó en el pasto y rodó, y vi que
todo daba vueltas: la señora, el verdugo y la turba. También estaba él, mi otro
nosotros. La señora sonreía, era bella y justa. Puso mi cabeza sobre el cuerpo
y de sus manos emitió una luz para volver a pegarla a mi cuerpo. La turba y el
verdugo desaparecieron. Entramos a la casa, y nos pusimos a ordenar. La señora
tomó un escurridor, nosotros un trapo y un plumero, y nos pusimos a limpiar,
limpiar y limpiar. Llegó la noche y ella nos saludó y se fue. Esa fue la última
vez que la vimos.
Por la noche volvimos a tener sexo y
sufrimos por el desencanto de que la paz ya no esté más entre nosotros. Sin
embargo sentíamos la libertad de la carne y el amor de la carne. Amén.
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