28/6/15

Policial en Parque Lezama



            Aunque tuve otras opciones, me volví caminando. No lo determiné desde un principio, pero una vez que había hecho más de la mitad del recorrido, decidí seguir caminando. No llovía, ni había llovido antes, por lo que yo sabía, pero el asfalto de la calle estaba mojado, las baldosas de la vereda estaban cubiertas en toda su porosidad por una pátina resbalosa de agua. Mis pasos avanzaban tranquilos por la noche, iluminados por faroles coronados de bruma. En ese ambiente enrarecido me abandonaba al recuerdo del desarrollo reciente de la velada, recomponía los acontecimientos con fácil claridad, pero su pertenencia a un suceso terminado los volvía distantes.
            Un portazo suave pero decidido me había dejado afuera del edificio, y a ella del lado de adentro. El final de su bufanda color salmón quedó del lado de afuera, trabado por la puerta que se volvió a abrir escuetamente, lo suficiente para succionar la bufanda del lado de adentro, y luego se cerró definitivamente. Podía imaginar su recorrido hasta su departamento, su frustrado apoyar de llaves en alguna mesa modesta, su desvestirse silencioso, quizás un trago del pico del jugo de la heladera, una última estación en el baño, con la puerta abierta pero sin grosería, de todos modos estaba sola, si le quedaba algo de ánimo podía todavía deshacerse del maquillaje y ordenar la ropa para que al otro día, al despertar, no tuviera rastros penosos de esta fallida noche.
            Antes de cerrar la puerta ella me había despedido, había concluido la cita con determinación, aunque sin llegar al exabrupto. Un mejor me voy a dormir, chau, con una delicadeza que no pude menos que reconocer cuando me quedé solo, un poco desencajado, frente a un edificio que no conocía. Quizás las cosas se habían precipitado mal hacia el final, cuando con razón, pero fuera de término, la acusé de haberse tirado un pedo en el cine.
            En el taxi que nos llevó del cine a su casa ya era fácil percibir que se había roto la armonía. Hasta el taxista parecía incómodo con el silencio espeso, y con el pretexto de la humedad y de la necesidad de aire fresco, abrió la ventana en pleno junio, creo yo que para romper esa complicidad y hacer entrar por una ranura todo el exterior de la ciudad. Pero ya antes, en la calle, comenzó la trayectoria del distanciamiento entre nosotros, cuando ella me preguntó si yo estaba bien, puesto que me habría notado algo raro. Mucho menos expansivo de pronto, más seco aún que en el obligado silencio de la sala de cine, donde habíamos cruzado algunas miradas, tres sonrisas recíprocas bañadas por la luz de la pantalla y, en una oportunidad, una llamada de atención con el codo por algún motivo accesorio.
            La salida del cine fue confusa, al menos para mí. Desde la puerta de la boletería hasta la esquina de la avenida donde paramos un taxi, en un recorrido del que no podría determinar la duración, ella comentaba la película con un entusiasmo que en otro momento yo hubiera disfrutado, se inclinaba sobre una de las posibilidades que permitía el final abierto. Yo pensaba si era posible que se hubiera tirado un pedo en una primera cita. Ella, impulsada por el fervor de sus propias palabras, no desconocía la trampa tendida por un policial sin aparente resolución, pero argumentaba con detalles de una memoria notable que, en toda la historia, incluso en la más pulida ecuanimidad en la presentación de los hechos, nunca las distintas interpretaciones sugeridas podían quedar empatadas en el relato, necesariamente una de las posibles tramas tenía más peso que las demás y se imponía: para ella, el investigador privado era víctima de su propia maquinación y ajustaba los elementos dispersos a su plan desvariado. Por el mismo énfasis que me podría haber gustado, me desorientaba que una exégeta minuciosa pudiera omitir la situación sucedida hacía unos minutos, cuando en el pasillo del cine, creía yo, aunque no lo pudiera asegurar, se había tirado un pedo. Por eso no hablé, respondí enajenado con algún gesto vago sus palabras, fui desconsiderado con su vigor. No podría reprochar una reacción adversa, un desencanto.
            Cuando terminó la película, uno de esos policiales que tanto me gustan, salimos por el pasillo opuesto al que afluía el resto de la concurrencia, puesto que para generar un ámbito más íntimo nos habíamos sentado contra un costado vacío. En la oscuridad del pasillo nos guiaban unas luces ínfimas, colocadas a lo largo de la base de las paredes, que giraban a la izquierda en lo que parecía ser un rodeo por debajo del plano inclinado de las butacas. Esas líneas en un fondo negro no se distinguían de la imagen de una pantalla, no había una composición de lugar, ni siquiera certeza sobre nuestros cuerpos. Avanzábamos por un túnel sobre una alfombra intuida bajo lo que deberían ser nuestros pies, y en ese momento en el que parecíamos estar solos sucedió el sonido del pedo. Llegó a mis oídos el corriente sonido de descompresión digestiva, una fricción que lleva a la ineludible certeza de una válvula que se abre. No pude en ese momento reaccionar como debía y seguimos caminando un trecho breve hasta toparnos con el pasillo por el que se retiraba el resto del público. Una vez en el interior iluminado del complejo de cines me lamentaba por no haber actuado con habilidad. Una acusación en tono divertido hubiera causado una situación graciosa, donde ambos nos hubiéramos reído, quizás ella lo hubiera negado, o podría haber reconvenido para volverme a mí principal sospechoso. Esa circunstancia se podía manejar de buen grado, de todas formas a ninguno le hubiera importado la realidad de los hechos. Pero yo me había quedado paralizado, y quizás ella sabía que yo eludía el tema, y se preguntaba quizás lo mismo, si acaso no habría sido yo.
            En mi caminata por las calles húmedas quise reponer la escena. Nos habíamos levantado de las butacas, con ese extrañamiento de final de película que es como despertar, fuimos recuperando el dominio de nuestros cuerpos, el recuerdo de nuestra situación, unos desconocidos intentando agradarse, tuvimos la incertidumbre sobre nuestras identidades, el misterio acerca de quiénes éramos hasta hacía unas horas, cuando nos abandonamos a la anquilosis de la película. Luego, la memoria trabajando en el ensamble de la personalidad, en la reanudación del pasado. Ahora, solo por la calle húmeda, no podía dar fe de que en ese estado del espíritu el ruido fuera un pedo, y de que en esa oscuridad proviniera de ella, puesto que no sabía si estábamos solos, ni siquiera sabía con exactitud dónde estaba su cuerpo.






            Desperté después de un sueño plácido. La luz tenue amortiguaba la siempre desconcertante apertura de los ojos. Me acomodé para dormir un poco más, pero una fricción desacostumbrada en la textura de las sábanas, sumada a la inusual luz, me hizo calibrar la vista. No pude hallarme con la primera impresión. Sin alarma, intenté orientarme, busqué mi ventana a mi izquierda, mi mesa de luz a la derecha. Evidentemente, no estaba en mi habitación. La cama era doble, escoltada por dos mesitas idénticas con sus correspondientes veladores. El mobiliario consistía en un sillón y una mesa. Las paredes ofrecían cuadros con motivos helénicos, entre eróticos y mitológicos, de color pastel gastado, en concordia con el tono del empapelado. Un televisor amurado, un aire acondicionado empotrado sobre una ventana cerrada, al lado de la puerta, donde se distinguía un interruptor de luz desmesurado para el pequeño ambiente. Empecé a sospechar. En el techo colgaba un soporte con focos de distintos colores. Sobre la mesa de luz encontré la evidencia que me libró de toda duda. Un breve menú de cafetería plastificado y un catálogo de accesorios sexuales descansaban sobre un teléfono. Desde el baño venía la luz.
            Pensé entonces en otro final para el día anterior. No había vuelto a casa, sino que había pasado la noche en un hotel alojamiento. No recordaba gran cosa, habría sido un combate amoroso medianamente predecible, derivado de un viaje expectante en taxi, posterior a una conversación promisoria en la calle, engendrada seguramente por una connivencia en el pasillo de la sala. Pero todo esto podía ser una reconstrucción mía en retrospectiva. No quedaba resuelto el asunto del pedo. Tampoco podía fiarme que la caminata solitaria hubiera sido un sueño, aunque las escaleras señoriales, oscuras como turba irlandesa, serpenteando entre el rocío de un parque inclinado, las sombras expresionistas proyectadas por faroles húmedos, el enderezamiento de una torre colonial al fondo… lamenté la irrealidad de una caminata extraña, pero sin dudas extasiada, sentí el breve duelo de lo que nunca había sucedido.
            Fui al baño. No la encontré a ella. Me hubiera parecido cortés de su parte evitar un despertar conjunto, la incomodidad de sentirnos extraños, de volver a establecer un espacio de confianza, recién nos conocíamos, no teníamos el hábito de levantarnos y reconocernos. Pero de todos modos, como no recordaba con exactitud, su presencia me hubiera bastado como evidencia. Todavía tenía que despejar la incógnita. Abrí una bolsa plástica y utilicé un cepillo de dientes descartable y un peine de plástico. Cuando salió agua por la canilla sentí que profanaba una pulcritud. El piso brillaba, el inodoro tenía un precinto de papel. Las toallas estaban dobladas. Volví a la habitación. Solamente la cama estaba levemente deshecha. Mi ropa estaba doblada con prolijidad maníaca. Empezaba a preocuparme, me atacaba la incertidumbre. Ningún rastro de ella. Antes de retirarme, consideré que ella podría haber salido por algún motivo, sin avisarme para no despertarme, y que quizás tuviera pensado volver en cualquier momento, entonces abandonar mi posición en el intervalo hubiera resultado censurable. Me sentía un idiota. No podía llamarla y exponer que no recordaba el final, en cualquier caso hubiera hecho un personaje deleznable. 
            Me senté en el borde de la cama. Todo lo que veía a mi alrededor me persuadía de lo que había sospechado en el baño, que ella se había quedado en su casa. Acaso agotado por mi exultante caminata había parado a dormir acá. Busqué mi abrigo, solitario en el perchero, ella no había olvidado su gorro, ni la bufanda color salmón que aplastó con la puerta de su edificio y que rompió algo de la gracia de su despedida. El recuerdo de la bufanda fue revelador.
            Me puse mi abrigo y salí. Cuando pasé por la recepción, el conserje debía ser del turno nuevo. No hizo ningún gesto, ni de reproche ni de compasión ni de burla para el hombre solitario que pasa una noche en un hotel alojamiento.

1 comentario:

PAR dijo...

Jajaja
Me gusta más.