Todo
empezó con una o dos miradas furtivas a través de un espejo. Por la forma en
que bajó sus ojos, la descubrí tímida, incómoda, confundida. Era joven y
cautivante. Casi en el acto me propuse comprenderla, conseguir su amistad.
Me
fui acercando de a poco. Presté especial atención a lo que de manera espontánea
decían sus conocidos sobre ella, de cuando en cuando, a la pasada, sin
sospechar de mi interés. Con paciencia junté esos retazos oblicuos de su
existencia, armando y rearmando la figura imposible de un rompecabezas formado
por muchos rompecabezas distintos e incompletos.
Esos
meses de acecho distante me infundían un placer terrible, difícil de dominar,
porque todo era posible y porque el afán secreto que guiaba mis acciones
subvertía el sentido rutinario de las situaciones cotidianas de la vida. En dos
o tres oportunidades me puse a su lado, disimulando la corriente de adrenalina
que fluía por mi cuerpo y logrando comportarme de un modo deliberadamente
distraído. Hubiera sido un pecado generar suspicacias a esa altura.
No
tardó en llegar la oportunidad de avanzar. En la sobremesa de una reunión
íntima organizada por unos amigos en común, debajo de un farolito al fondo de
un patio sofocado por el aroma que las flores y las frutas exudan en las noches
de verano, aproveché su necesidad de arreglar un vestido viejo para un
casamiento al que había sido invitada… Le alcancé, guiñándole un ojo y
esbozando una sonrisa, un pedacito de papel en el que tracé un nombre, un mail
y la aclaración: modista excelente y accesible.
Contesté
su requerimiento desde la identidad de Renata, la falsa modista, ofreciéndole una
cita en mi departamento, el viernes a última hora. Le aclaré que los otros
horarios estaban tomados, al menos hasta dentro de unos quince días. No pudo
más que aceptar. La esperé con música y velas, un vestido fatal, rouge furioso
y el pelo suelto y perfumado. Como tardaba –me había advertido que podía
retrasarse– me preparé uno de los tragos que iba a convidarle. Después me tomé
otro y otro más, y me puse a bailar sola, loca de ansiedad.
Pronto
se hizo tarde. No había noticias en el mail. Apagué la música y las velas, y me
serví la última copa, cargada de alcohol y despecho. Apenas la terminé me puse a
llorar. Arrastré mis pies hasta el baño. Me estaba sacando la pintura cuando la
vislumbré, parada en la puerta, con un vestido fatal, rouge furioso y el pelo
suelto y perfumado. Me sonrió a través del espejo. Tuve que bajar la mirada.
5 comentarios:
Me encantó. Muy bueno.
¿Sabés algo del camel? Está lento y perezoso.
Continuidad de los espejos. De buen cuerpo, cosecha inteligente, carácter frutado, bouquet invertido y leves reminiscencias geométricas. De larga memoria.
Jajaja creo que el Camel se esta dedicando a la etiqueta imaginaria de los vinos reales
Es único en su género, habría que ver si no valen como publicación
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