11/1/16

David Bowie y yo. Necrológica al paso.

                Hoy me enteré de la muerte de Bowie. No me lo esperaba, y más que desconcierto, no tuve ninguna reacción en un principio. Cometí la torpeza habitual de entrar a los diarios del mundo para cerciorarme de la magnitud de la pérdida. Vi necrológicas apuradas y obligadas, celebratorias de su figura, reiterando argumentos que ya se ensayaban en vida, es difícil hacer un balance al ritmo de la perplejidad y la sorpresa. Vi la recapitulación de grandes momentos. Escuché de nuevo lo que ya sé de memoria, vi fotos con otros próceres de juventud que no había visto nunca. Todo me ayudó a reafirmar mi fascinación por el personaje. Me fui sugestionando una emoción triste. Antes era un ídolo inmaculado y legendario, en los últimos tiempos ya era un señor grande que vivía lejos y apenas por poco me duplicaba en edad. Toda esta persuasión de las horas no termina de explicarme por qué un tipo cínico y escéptico como yo tiene ganas de llorar como en una telenovela.
                Bowie no fue uno de mis primeros héroes de juventud, si bien llegó temprano, se sumó a una lista que ya existía. En esa época, muchas glorias ya estaban muertas, otras fueron desapareciendo, otras quedan. Pero yo los fui enterrando en mi vida, si bien su recuerdo me resulta simpático, no significan en la actualidad más que una identificación pasada. El rock, en su sentido amplio –Bowie para mí era un rockero, una distinción con el pop que ya no me interesa- ya no tiene mucho para darme. Fue un proceso de desencantamiento, supongo que largo, pero puedo encontrar un hito que -aunque sea una reconstrucción en retrospectiva- me sirve para entenderlo en una escena: fui a ver The Wall a River hace unos años, pero no encontré una belleza maldita, sino un musical de Broadway, o lo que supongo que es un musical de Broadway. No dejo de valorar a Roger Waters, pero el ritual melancólico no me conmueve. Con Bowie siempre fue ligeramente distinto.
                Durante mucho tiempo, muchos años como hábito y muchas horas cada vez, escuché rock. Solo, en reuniones sociales, viajando, en diversas situaciones. Antes también tenía el absurdo hábito, cuando estaba solo, de tomar whisky durante largas horas nocturnas, fumando cigarrillos y poniendo discos de los Beatles, Zeppelin, Bowie, la Velvet Underground y varios más pero no tan constantes. Tenía el absurdo hábito de ir controlando la borrachera, esparciendo los discos de modo tal de dejar los más intensos para cuando tuviera ya una sensación de embriaguez. Tenía el absurdo hábito de demorar el encendido del cigarrillo hasta que viniera alguna canción especial para mí. Solía dejar los discos de Bowie para el final, sobre todo mis favoritos: El hombre que Vendió el Mundo, Sobre Ruedas (o, como me gusta más, De Puta Madre), Ascenso y Caída de Ziggy Caspa de Estrellas y las Arañas de Marte -en una jerarquía siempre cambiante y que a veces incluía otros discos, como los que hizo con Brian Eno, Bajo y Héroes, y los que produjo para Iggy Pop y Lou Reed. Como a esa altura podía estar ya algo borracho y cansado, solía ponerme brevemente eufórico. Elegía las canciones para fumar los puchos, pero no las ponía a sonar, esperaba a que llegaran con el correr de los discos: La Anchura del Círculo, Rock del Campo Negro, Cambios, Vida en Marte, Andy Warhol, Perra Reina, y de Ziggy no podía elegir entonces me fumaba un pucho atrás de otro con un vaso atrás de otro para reventar ese placer dilatado las horas previas. También me encantaba un disco doble en vivo en la radio que editó la BBC y que tenía, entre otras joyas, una versión de la canción de Reed, Estoy Esperando Un Tipo, quizás la que más me gusta de Bowie, la que no puedo escuchar sin sentir deseos de beber y fumar, o de ser feliz. Al otro día, por supuesto, no me acordaba nada de la revelación del mundo y me sentía como si me hubiera inyectado burbujas de hidrógeno en la cabeza.
                Pasó el tiempo y ahora que soy una señora gorda que come medialunas en la oficina, que ya no toma ni Jameson ni Famous Grouse ni, como alguna vez, Glenlivet –el lujo irresponsable preferido de ese joven que fui-; ahora que el rock me parece una golosina para adolescentes; ahora que la música no suele frotarme ninguna fibra –aunque hay excepciones-, ¿por qué no dejé atrás a Bowie con los demás? Por eso me afecta la noticia de la muerte, porque yo no lo había velado todavía. Hoy me enteré, en mi fiebre necrológica, que mi canción predilecta –que, como dije, es de Reed-, Estoy Esperando Un Tipo, la tocó Bowie en vivo antes que saliera el disco de la Velvet, porque su productor le había mostrado ese disco inédito todavía. Me acordé que alguna vez, como el personaje de la canción, subí unos pisos en la Avenida Lexington, pero ahí termina la coincidencia, en mi caso era un turista que subía una escalera alfombrada sucia y vieja. Eso me llevó a pensar que una vez caminé mucho por Berlín, como el hombre perdido en el tiempo al lado de Kadewe, que aparece en una de las últimas canciones, ¿Dónde Estamos Ahora?, y que para el turista suspendido ese edificio, afuera de la canción, no significa nada. Me ahorré la visita al 23 de la calle Heddon, donde se sacó la foto de la tapa de Ziggy –en la versión que yo tengo-, y que ahora me entero por internet que el lugar ya no se parece –quizás porque pasaron más de cuarenta años y esa zona de Londres tuvo una evolución de precios que excede la melancolía-, pero que si se hubiera conservado descontextualizado como museo me hubiera resultado incluso más distante.

                Y la muerte de Bowie me recuerda también a mis muertos más cercanos y a mi extrañeza frente a eso que nunca entendí pero que parece escaparse de la cultura y del discurso como si fuera un hecho incontestable, y por eso interrumpe el discurso y me deja siempre sin palabras. Por eso sólo puedo hablar de nuestra vida, David. Ahora que me embarqué en esta trampa, que me infundí este estado sensiblero.  Ahora que los jóvenes son cada vez más jóvenes y se muere gente que antes no se moría, ahora que recuerdo que un amigo olvidó acá hace unos meses una botella abierta de Bushmills Single Malt –un culito nomás, pero vale, hace mucho que no me importa o no accedo al whisky porque se puso más caro o yo más pobre o gasté mucho en turismo y discos- esta señora gorda que soy ahora se va a tomar un poco, David, a tu memoria, para despedirte y para terminar de despedir a ese que fui y que ya no me convoca y que hoy va a entrar por la puerta al pasado. Take it, David.

2 comentarios:

PAR dijo...

Camel, te equivocaste de Blog:

http://elsubmarinodeterciopelo.blogspot.com.ar/

F.G. dijo...

Muy bueno, Camel. Para la posteridad. Me encantó, la verdad.
Con Bowie me pasó algo similar. Bowie era de los pocos (sino el único) que siempre seguía ahí, que trascendió el desencanto. Y su muerte, como hablamos con Ele también, volvió a resignificar otras muertes como la de Lennon. Algo así podría haber sentido cuando se murió John Lennon. La muerte de Bowie es una tristeza inmensa. Era un hombre bello y un genio. Alguien valiente y único.