28/2/16

En la ruta

Ninguno de los dos habló por un buen rato. Las manos agarraban el volante con firmeza. Eran manos grandes, un poco oscuras, manchadas por el sol y con pelos negros. La prolijidad y el cuidado que tenía en las uñas saltaba a la vista. El velocímetro marcaba ciento diez kilómetros por hora. Mientras, las isocas se estrellaban contra el radiador y el parabrisas. Un chorrito de agua y el vaivén del parabrisas empeoraban la situación empastando y desparramando los insectos por todo el frente. Pronto iban a tener que parar a cargar nafta, así que aprovecharían para que el playero les limpie a fondo el vidrio. Ella dormía, tirada, con el cuello doblado y los rulos oscuros sobre la cara. El cinturón de seguridad apretaba la remera dejando entrever las copas del corpiño. El cuadro lo completaban una minifalda de jean y  unas all-stars chuecas que hacían que las rodillas se toquen una con la otra. Pasaron de largo la YPF y frenaron en una Isaura que estaba a la salida del pueblo. Él la despertó apretándole la pierna con cuidado, pero sin suavidad. “¿Qué pasa?”, “tenemos que cargar nafta. Aprovechá para ir al baño”, “Bueno”, se dio vuelta. La pollera se le levantó mínimamente. Él trató de acomodársela, y ella rápidamente metió su mano en el medio y la bajó por su cuenta, un poco brusca, pero también fastidiada. Estacionaron el Renault, cerca de los baños. Ella fue al baño y él a cargar el termo con agua. Una vez lleno, volvió al auto y lo acomodó, parado en el piso, entre la puerta y el asiento, como para que no se caiga. Después cerró el  auto y fue al baño.
Cuando salió la encontró hablando con unos chicos de su edad, tal vez un poco mayores, pero no pasaban de los diecisiete. Pegó un grito, ella saludó rápido, y caminó rígida, refunfuñando hasta el auto. “Nunca me dejás hacer nada”. “Vos no sabés cómo son. ¿Pensás que quieren ser tus amigos?”. Ella cerró de un portazo y no dijo una palabra más. “cuidado con la puerta, nena, que no es giratoria”, repuso retándola. Las horas pasaron en silencio. El sol se fue moviendo, arrastrando los rayos de luz lejos de ahí, dejando un aura gris-violácea. Los campos de soja se intercalaban con el trigo y el maíz. A veces aparecían algunas Aberdeen-angus desparramadas de forma aleatoria. En el cruce de Santa Fe a Córdoba, la policía los frenó y le pidieron los papeles del auto. Querían revisar el baúl. Uno de los oficiales lo hizo bajar y lo acompaño hasta la parte de atrás, mientras el otro se quedó en la ventana del asiento del acompañante. “Te rompe mucho tu viejo?”. Ella lo miró a los ojos. Primero circunspecta con un mechón que le atravesaba la cara. Después se lo acomodó con la mano llevándose la seriedad y dejando ver una mueca pícara. “No es mi viejo”. La cara del policía estaba esperando una aclaración para acomodarse de la forma más apropiada “Es…es…”, y ella se río, “…es mi papá”. El policía abandonó esa incomodidad pasajera, pero la incertidumbre se instaló en su pecho. Una vez que revisaron el baúl volvieron a la parte de adelante. Él se metió en la cabina, y el policía fue hacia a donde estaba el otro que lo llamaba. Ellos veían cómo conversaban de espaldas, gesticulando. Tenían un semblante grave, por un momento parecía que estuvieran discutiendo. Tardaron varios minutos. Después volvieron y pidieron los documentos: Alberto Rutman, dni 15.742.110 (Géminis, pensó el oficial); Carolina Rutman, dni 33.091.527 (Aries. Sí, parece Aries). Después de algunas cuantas preguntas los dejaron ir. Alberto no dijo ni una palabra. Ella tampoco, hasta que se alejaron un par de kilómetros. “Sos boluda, pendeja, no ves que si me agarran soy boleta” y le dio una cachetada. “Sos un hijo de puta. Te odio”. Ella lloró, hasta cansarse, y dejó la mirada posada sobre la puerta, flotando sobre el campo anochecido sin involucrarse de ninguna manera. Quería que el auto choque y que él se muriera. Quería que la sacaran de ahí de una buena vez. Se acariciaba las muñecas y los brazos. De la nada salió un perro que quedó petrificado frente a las luces del auto. Sus ojos amarillos resplandecieron, dorados, ante del impacto. Rodó por encima del capó, del parabrisas y cayó detrás de ellos. Alberto frenó de golpe, dejando la marca de las gomas sobre el asfalto. Él tampoco se esperaba eso. Estaba muerto. Los dos bajaron. Él iba adelante y creía que ella lo seguía, pero volteó y no la vio. Asumió que se quedó en el auto. Movió al perro con el pie derecho. No había chance: muerto, muerto. Volvió al auto y ella no estaba. Pensó que era un chiste. La llamaba pero no aparecía. Se vio obligado a pasar el alambrado y buscarla entre los maizales, pero nada. Volvió al auto, sin saber muy bien qué hacer. Un rato más tarde, se dio cuenta que no tenía otra opción más que esperar en la banquina. Se quedó dormido. A la mañana siguiente, Carolina abrió la puerta del auto. Él se despertó sobresaltado y dijo su nombre, “no me digas así”. Lo besó. Los dos lloraron abrazados. “Nunca más me hagas eso”. Alberto puso el auto en marcha y volvieron a la ruta.

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