24/3/16

Tres estudios

Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis.
Lönnrot. La muerte y la brújula.



                Llegó al auto y vio la ventanilla rota. Hecha un acordeón por el film del polarizado que impidió el desmembramiento del vidrio, pero no el robo. Abrió la puerta y vio, sin sorpresa pero descolocado, que faltaba el estéreo. Su mujer, Eli, seguía saludando en la entrada del edificio y él no sabía si interrumpirla para darle la noticia o dejarla reírse hasta que se acercara unos metros y viera que los habían profanado. No hizo ni una cosa ni la otra, la interrumpió a medias, con un llamado tibio primero, sin respuesta mientras ella seguía hablando, una llamada de atención posterior, más vehemente, para cortar su afectuosa despedida, molesto por el robo, por tener que comunicarlo, molesto porque no sabía qué actitud representar, si la perplejidad, el enojo o la calma de quien está siempre preparado. Sólo atinó a dar la noticia con la postura incómoda de quien mide los efectos de lo que dice, y señaló el vidrio roto para desalentar su protagonismo. Después registró el auto, los alcances del robo, limpió las astillas, pero eso era natural, obligatorio, automático, mientras repasaba la pertinencia de su reacción, la falta de reflejos para conducirse como un ciudadano al que le habían robado. Cruzó un patrullero, lo detuvieron sin esperanza para contarle el incidente.

                Empezó a sentir bronca, en primer lugar contra la estadística y el azar, por qué a él. Después, contra el abstracto ladrón, pensó en la improbable magia de encontrarlo por la cuadra, hacerle limpiar el auto de astillas, obligarlo a hacer buches con el vidrio molido de la ventanilla, romperle los huesos con ruido uno a uno, empezando por los más grandes, el fémur, cúbito, radio y demás, la mandíbula, por qué no. Se demoró un poco en el placer estático de la violencia, la venganza desmesurada, ese cenit de música clásica. Después escuchó comentarios clasistas que siempre le resultaron estúpidos, pero en su estado enfurecido lo enceguecieron de ira contra la humanidad en general, lo transportaron a la dicha del odio puro, el deseo de sangre que sabía quedaría insatisfecho. Quiso recomponer la escena para personificar la víctima de su enojo, pero más que el golpe al cristal, el gesto para bajar el vidrio y abrir la puerta del lado de adentro, la requisa rápida de los objetos de valor, más que eso no pudo dilucidar, una vaga imaginación del recorrido rápido del ladrón borroso hasta un lugar donde precariamente guardaría su botín antes de ofrecerlo por un ínfimo valor a un reducidor, pero todo esto sin asidero, una incertidumbre de los indicios que atizaba su bronca. Apareció un patrullero, Eli lo detuvo para contarle el episodio, él vacilaba entre confiar en su ayuda o dudar de su complicidad. Ante la pregunta del oficial, dijo que, además del estéreo cuyo hurto estaba a la vista, en la guantera había 7 mil dólares escondidos que habían sustraído. Quizás no lo iban a ayudar los policías, pero si eran cómplices, el ladrón iba a tener problemas en compartir ese botín imaginario. Su venganza hipotética estaría saldada en un evento incomprobable. (El ladrón perplejo ante el error del policía; el ladrón en duelo de coraje por la verdad contra el cobrador injusto; el ladrón que enfrenta estoico el malentendido como posibilidad y su absurdo abatimiento a manos del socio advenedizo. El policía incrédulo ante la denuncia inflamada; el policía que calcula su parte del pillaje; el policía calmo que comprende el juego y asume con resignación que la falsa denuncia es una sospecha contra él.)

                Comprendió al ladrón de estéreos. Evaluó una denuncia fraudulenta, se regodeaba en la posibilidad del conflicto entre el policía y el ladrón por un botín imaginario de 7 mil dólares. Un ajuste de cuentas feroz y mediocre dentro del crimen organizado. Todavía tenía la angustia de no saber más allá de un vidrio roto. Tomó distancia del asunto. No justificó al ladrón, claro, le daría una paliza, pero comprendió el movimiento involucrado. Su posición de personaje, en parte auxiliar –el tipo marginal que es víctima del robo del protagonista-, en parte principal –el tipo furioso porque se siente un bufón de un personaje auxiliar y busca saldar el asunto-, pero, sobre todo, armó su posición del narrador que todo lo miraba desde afuera, un escepticismo estético que juzgaba a la distancia, un poco por actitud, un poco porque el auto era de su mujer y el estéreo lo pagaba ella. Con aplomo, abrazó a su mujer y dijo: "Eli, nos robaron, no te preocupes, no pasa nada, yo me ocupo". Y revisó el auto y acompañó a su mujer cuando paró a un patrullero.

No hay comentarios: