Salí
del estudio jurídico. Íbamos a jugar al tenis con uno de mis socios. En el
camino comentábamos el caso que le había tocado. Una señora mayor había dañado
una obra de arte en un museo. Eso es lo que reclamaba el museo, por lo menos,
aunque permitía otras interpretaciones menos comprometidas con el patrimonio,
como aquellos que comentaban livianamente que la vieja había hecho una
intervención, es decir, había producido arte. Era el primer caso en el país, por
lo menos que tuviera lugar en la atención de los medios, pero ya había pasado
en España, donde una anciana restauró durante meses, con un criterio muy
particular y a escondidas, un fresco antiguo de Cristo en una iglesia; había
pasado en Alemania, donde otra señora añosa, en una retrospectiva de arte
moderno del siglo XX, frente a la exhibición de una obra en forma de
crucigrama, siguió la aparente consigna y completó los casilleros vacíos.
Mi
socio, Mariano, tenía que lidiar con el seguro en favor del museo, nuestro
cliente. Además, como la obra era un préstamo por convenio del exterior, tenía
que resarcir a la institución propietaria, un museo norteamericano, aunque el
pintor fuera noruego. Se veía obligado, por contrato con el seguro, a demandar
a la vieja. Nada escapaba a las tareas con las que cualquier abogado serio se
enfrenta habitualmente. Pero la particularidad del asunto y su publicidad lo
hacían el tema de la semana para nosotros. Además de sentir ambos simpatía por
la anciana, recordé que mi amigo, el contador Francisco Lazariaga, me había comentado,
con ironía, su enfoque frente a los casos anteriores: los viejos eran la nueva
vanguardia. Como Mariano ahora, yo me había reído. Como yo exponía ahora,
Francisco se había explicado. Frente al arte callejero, reducido al vandalismo
o a cierta decoración no distinta de los anuncios publicitarios; frente a la endogamia
del arte contemporáneo de galerías y museos, cada vez más encerrado sobre sí
mismo, incomprensible, cuando no risible para los demás; frente a la insipidez
de la industria de la cultura, segmentada por consumidor y previsible… la
tercera edad tenía algo para decir. Parecía un disparate, pero, según había
dicho el contador Lazariaga, decía yo ahora, no era de extrañar que con la
extensión de la esperanza de vida se formara un grupo social ocioso y
demandante, es decir, un ejército de reserva de artistas. Sólo hacía falta
indagar la historia y reconocer que el arte surgía en ciertos grupos
emancipados del yugo del trabajo: los brujos paleolíticos, los nobles griegos,
algunos hijos de banqueros alemanes, aristócratas argentinos. A Mariano le
pareció interesante el planteo porque combinaba una argumentación a la vez
verosímil y ridícula, según su parecer.
-Los
jóvenes no entienden nada-, cerré con las palabras de Francisco Lazariaga.
Terminado
el partido de tenis, cuyo resultado no importa, me duché y fui a esperar al
auto de Mariano. Cuando él llegó, unos minutos más tarde, me dijo que si la
teoría de era cierta, la presunta novedad del arte senil, en sus palabras, no
tardaría en incorporarse al mercado. Por las mismas razones: la creciente
población de jubilados era un apetecible segmento de consumo, el de mayor
potencial de crecimiento. Además de la salud, se vislumbraban nuevas
oportunidades. Era cuestión de tiempo para que alguna idea convierta el
desconcierto en un negocio. Cuando estábamos llegando a casa, y yo ya pensaba
que me había olvidado la raqueta nueva en el vestuario, con la que todavía no
había ganado ningún partido, Mariano me dijo que tendría que ser yo el defensor
de la señora. Sí, el museo estaba obligado a iniciarle acciones legales, pero
no quería dar la imagen de una institución que persigue a sus visitantes más
desprotegidos, eso iba en contra de cualquier criterio, sobre todo pensando en
los programas de fomento del propio museo y del ministerio a nivel nacional,
cuyo objetivo consistía en convocar a la ciudadanía. El mismo ministro había
llamado al museo para pedir una solución. La situación podía desencadenar una
reacción incontrolable, incluida la temida reducción presupuestaria, siempre al
acecho. Me fui a dormir pensando en que no estaría mal, ambos a la vez en el
mismo bando pero enfrentados. No tenía por qué preocuparme, Mariano no sería
tan necio de ir a buscar en los bolsillos de la vieja, más allá de la
formalidad de la denuncia. Era una tarea previsible y además podía seguir de
cerca el asunto, que me daba curiosidad. Le mandé un mensaje a Mariano. “No se
te ocurra hacerte el gracioso y pedir un embargo o algo parecido, que la cara
la pongo yo”.
Al
día siguiente pasé a buscar a Florencia por el hogar de ancianos donde vivía,
en la zona de Colegiales. Mientras esperaba en la puerta, no podía hacerme una
idea de lo que me iba a encontrar, entonces me dejé sorprender. Las hojas
amarillas caídas sobre la vereda daban una sensación de calma, por lo menos en
contraste con mis días habituales por el centro. Apareció sola al lado del auto,
como esperándome, y me di cuenta que la hubiera imaginado acompañada. Era una
señora difícil de describir. Más allá de la edad, no encontré rasgos que
pudieran distinguirla. Se desplazaba con soltura y parecía conservar la razón y
el criterio de realidad. Esa señora había coloreado la Madonna de Munch con su
pintalabios y su maquillaje. Un poco de color en los cachetes, para darle vigor
de madre a una figura más bien pálida y mortecina. Mientras íbamos al museo,
donde la haría firmar unos papeles de rutina, le comenté que esta acusación era
obligatoria para exigir el seguro, que no debía preocuparse ni creer que se
enfrentaba a una situación hostil. Parecía creerme, aunque no mostraba el mayor
entusiasmo. Estoy acostumbrado a comunicar la situación sin involucrarme en las
emociones del cliente, pero esta vez mi trabajo era mostrarme solidario con la
vieja. Me hubiera gustado ver en ella una expresión de tranquilidad y
agradecimiento que no aparecieron. Me tomaba por lo que en verdad era: un
abogado que tenía que cumplir una misión acotada. Le aclaré que, en el peor de
los casos, si querían algo de ella, su jubilación era legalmente inembargable
porque era su sustento.
En
el museo no la dejaron ver la obra dañada que ella decía no recordar, aunque
luego yo insistí en que debía verla en calidad de defensor. Me llevaron solo a
un depósito y vi algo magnífico. Un cuadro famoso, valuado en millones, que en
su versión original podía conmover. En su estado actual, la figura maquillada
de un modo torpe y aniñado, como cuando las nenas juegan a ser grandes. Una tristeza
muerta reclamada inútilmente a la vida. Un activo económico severamente dañado.
Cuando volví a la oficina, estaba la vieja acompañada por el director del
museo, a su lado Mariano, y frente a la mesa, charlando con Mariano, el abogado
del seguro, Roberto Z. Un viejo conocido, un depredador. Me preocupé un poco
por la vieja. No le sacarían nada, pero podían someterla a ciertas
incomodidades, audiencias, embargos, un juicio interminable que quizás yo debía
enfrentar sin ver un peso. No podía evitarlo alegando sensatez, cada uno debía
ocuparse de su labor. Prefería liquidar el tema lo antes posible. Firmamos los papeles
necesarios. Me sorprendió que el documento de identidad de Florencia tenía
fecha de expedición de ese mismo año. Lo habría perdido y lo tuvo que renovar,
pensé. Florencia tenía 81 años, domicilio en Colegiales. Roberto Z. me miró con
una de sus sonrisas, entre cómplice y desafiante. Quizás solo quería
incomodarme para después burlarse en alguna de las cenas que a veces nos
reúnen.
Cuando
volví al estudio pedí que me averiguaran si Florencia, mi cliente, tenía
bienes. Al otro día ya tenía la información. Ella no disponía de propiedades ni
bienes, solo una cuenta bancaria vacía donde le depositaban la pensión porque
era viuda de un cónsul. No era pobre, Florencia, pero no podrían sacarle mucho.
También supe que había vendido a su hija –calculo que en un valor simbólico, ya
que la plata no estaba en ninguna cuenta- una casa en el Bajo Belgrano y un
departamento en Palermo. Las fechas de venta coincidían con la que yo había
visto en su documento. No era raro. La hija la habría visto desvariar un poco,
por seguridad habría desplazado la titularidad de los bienes, la habría puesto
en un hogar de ancianos razonablemente alegre y cómodo. Le habría cambiado el
domicilio a su nueva residencia en Colegiales.
Ese
día me llamaron del hogar “Mañanitas”. Me decían que un huésped quería hablar
conmigo. No lo llamaban paciente ni cliente. Fui hasta ahí. No la vi a
Florencia porque Rubén me recibió en un banco del jardín frontal, cerca de
recepción. Por la puerta abierta podía ver cómo nos miraba la encargada del
lugar. Rubén me dijo que Florencia lo había hecho a propósito. Ella misma se lo
había confesado. En ese momento la encargada se acercó y me dijo que Rubén
estaba cansado, y le pidió que fuera a dormir la siesta.
-No
está bien últimamente. El asunto de Florencia lo tiene un poco perturbado.- Me
despidió amablemente.
Fui
perplejo hasta mi auto pisando las hojas secas.
La
semana siguiente el asunto estaba resuelto. El seguro había desistido de
perseguir a Florencia. El desenlace era razonable. La rapidez, inédita. No me
extrañaba que se hubiera resuelto en alguna esfera de poder cuyos engranajes
escapan mi comprensión, pero capaces de destrabar situaciones. Florencia tenía
que ir a firmar. Y sacarse una foto con el ministro. La fui a buscar a
Colegiales. En el camino le comenté que el trámite estaba terminado. Sólo tenía
firmar y saludar al ministro. Esperaba que no fuera un problema para ella. Me
regaló la primera sonrisa. Después me comentó que estaba preocupada porque a
Rubén lo habían llevado al ala más restrictiva del hogar, donde los horarios y
el control eran rígidos, las salidas eran muy difíciles. No se explicaba por
qué. Me enterneció que en medio de un conflicto millonario y comentado en todo
el país y más allá sus preocupaciones siguieran restringidas al perímetro de “Mañanitas”.
Llegamos al museo.
Un
funcionario de gobierno quiso sacarme a la vieja, pero Florencia lo rechazó y dijo
que estaba conmigo. Amo esos triunfos. Necesitaría uno así contra Mariano.
Volver a pensar en el tenis me devolvió a mi rutina de esa semana extraña en la
que me sentí el ángel protector de Florencia. Un ángel en traje negro.
Firmamos
los documentos. Florencia saludó al ministro nacional, con tiempo para las
fotos. Su representación de vieja inofensiva me pareció impostada. Quizás ya la
veía a través de la lente de la cámara, como cualquiera que viera la noticia. Después,
parecía eufórica. Le dije que un taxi la iba a llevar de vuelta al hogar, que
había sido un placer conocerla. Se negó y me obligó a llevarla.
-Tenés
tiempo. No me vas a dejar irme sola.
Mientras
la acompañaba al auto hice un llamado para aplazar una reunión imaginaria. Mi
secretaria estaba acostumbrada, nunca pude hacer ese número sin hablar con
alguien real. En el camino le conté un poco mi vida. Cuando por fin la dejaba
en la puerta, me pidió que la invitara un café en la esquina. En el hogar no la
dejaban comer torta, y además quería aplazar su encuentro con Rubén.
Mientras
esperábamos en la mesa, no parecía prestarme atención. Estaba absorta como una
viejita. Hice un esfuerzo por ser cortés, acoplarme a sus tiempos de residencia
de ancianos, de hojas amarillas en el cordón de la vereda. Apagué mi teléfono
para dedicarle mi atención completa. Cuando llegó el pedido, empezó a contarme
todo. El folleto con la exhibición itinerante de Munch. La preparación de una
acción radical. Los cálculos: la cesión de las propiedades y el auto a su hija,
el cambio de domicilio al hogar, el ocultamiento de sus ahorros que ahora podía
volver a depositar en el sistema bancario. Como si hubiera esperado para
confesar que ya no hubiera tiempo de cancelar el pedido del café y la torta de
chocolate con merengue italiano. Me sentí derrotado. Pero no estaba enojado, me
halagaba ser el ángel de ese demonio. Le dije, ya que ella por fin establecía
un vínculo de confianza, que al contárselo a Rubén había arriesgado su plan. Al
contrario, dijo. Ella le tenía bronca. Entonces preparó una pequeña venganza.
Rubén no era bueno con los secretos. Entonces se lo confesó para hacerlo
hablar. Sus comentarios cada vez más fantasiosos lo tenían al borde de la
mudanza al ala de observación de “Mañanitas”. Ya había pasado algún mes
confinado. Esta vez nadie le iba a creer, y su penitencia estaba asegurada.
Le
pregunté cómo se sentía ahora que todo había salido según lo planeado. Me dijo
que tenía distintas motivaciones, pero que ya no sabía si lo había hecho como
una picardía resonante para llamar la atención como un artista, si lo había
hecho como una estrategia para castigar a Rubén y demostrarse su poder, o si
simplemente lo había hecho porque era una vieja que ya no tenía nada que hacer,
como seguramente el noruego que había hecho el cuadro.
Me
pareció increíble. Se lo quería contar a mi socio Mariano, al depredador
Roberto Z. Sobre todo al contador Francisco Luzuriaga para refrendar su teoría.
No era el momento. Eran millones. Yo podía quedar como un inocente. Ya habría
tiempo. Pero tenía que volver a casa a escribirlo. Me quise despedir otra vez
de Florencia, y le dije que la acompañaba los metros que nos separaban de “Mañanitas”.
Me dijo que ella no vivía ahí, que ahí vivía Rubén, su amante. Ella ocupaba el
departamento de Palermo.
-Llevame.
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