28/1/17

Las ruinas que vi


            Yo había llegado en avión de madrugada. Me había despertado pataleando poco antes de aterrizar, como sacudido por una descarga. Es un reflejo que tengo a veces, entonces no lo tomé como una premonición onírica en ese momento. Lo único que me inquietaba, como siempre cuando me ocurre el espasmo, era no saber sus dimensiones, si mi sacudón era perceptible para los demás. Miré a los pasajeros vecinos, que me devolvieron una mirada aburrida. En contraste con mi aspecto de turista, iban vestidos con rigurosa homogeneidad de funcionarios.
            Desde la ventana del avión apareció la ciudad entre las nubes. Primero a lo lejos, interrumpiendo la manta rugosa de montaña y selva, se distinguía un valle. Formas geométricas emergiendo de a poco sobre un tablero del mismo color terroso. Todo pegado a la orilla de un mar azul oscuro, apenas veteado de celeste por unos rayos de sol, sobriamente decorado por herrajes de espuma blanca, estáticas.
            La voz de la azafata pidiendo que enderece mi asiento y ajuste el cinturón de seguridad me devolvió al interior del avión, el asiento de adelante, el techo bajo, mis compañeros de fila. Cuando volví a mirar la ciudad tuve que reconcentrarme en lo que se me ofrecía a la vista. Dentro del modesto y azaroso encuadre de la ventana, descontando el campo obstruido por el ala en la parte inferior, descartando la mitad superior de la ventana (que disecaba el interior de una nube), había una parte mínima, todavía recortada por nubes más bajas, en donde podía volver a ver la ciudad, ahora mucho más definida y coloreada. Pude volver mi atención a ese pequeño espectáculo. Podían verse como dibujadas las aristas de los cubos de las casas y de los paralelogramos: un bloque de rascacielos en dominó acomodados con paciencia en la costa. El acercamiento del avión era palpable, ya no había nubes que recortaran el marco, distinguía las delimitaciones de los terrenos, las autopistas y avenidas de esa maqueta ridículamente prolija. Debe haber un efecto óptico que de lejos hace ver una ciudad construida tal como se ve en la proyección de esas maquetas diminutas de los arquitectos. La victoria de una visión controlada sobre el terreno.
            Pasamos los rascacielos, que se ocultaron bajo el ala, y se desplegó una pequeña periferia de casas bajas, lo que supuse barrios pobres, interrumpidos por un río fangoso que volcaba al mar sus sedimentos y lo teñían de un barro oscuro, en el único punto donde el continente visiblemente irrumpía en el agua. Me pareció un símbolo de algo, aunque no supe bien de qué. Después seguían las casas y galpones más espaciados y ya bajábamos al aeropuerto.
            La ciudad estaba vacía, tal como se veía desde el aire. Nadie pisaba las veredas, ni conducía por las calles, ni asomaba por las ventanas. Las palmeras regalaban su sombra de mediodía en estrellas inútiles sobre las baldosas desiertas de la rambla. Ni siquiera palomas había en la fuente de la plaza. ¿Estaría la espuma del mar también inmóvil acá abajo? El taxi me dejó en la puerta del hotel y se volvió en dirección al aeropuerto, como escapando de una peste. El hotel estaba custodiado por dos militares soñolientos que, si es que efectivamente respondieron a mi saludo, lo hicieron con un ahorro de movimientos cercano a la avaricia.
            Me alojé, para mi sorpresa, en el mismo hotel que los burócratas del avión. Imaginé alguna emergencia sanitaria de la que mi agente de viajes jamás me previno. Esperé la camioneta que me trasladara a la playa donde tenía previsto bucear. El conductor se llamaba Carlos. Yo era el único pasajero. No hablamos en el viaje de ida. Tampoco vimos a nadie: un área de servicios abandonada, un puesto de control cerrado al costado de la ruta, selva desmontada por el camino que me llevaba. En el centro de buceo había algunos empleados, yo el único cliente. La excursión fue fascinante. No logré establecer ninguna conversación. Regresé a la camioneta, pasado el mediodía. Emprendimos el retorno al hotel. Carlos todavía no parecía dispuesto a romper el silencio de esa ciudad muerta. La barrera de un control militar nos demoró. Carlos bajó y se dirigió a la casilla. Cuando volvió, se apiadó de mí y me regaló sus primeras palabras: debíamos esperar que revisaran el interior del vehículo. Con el correr de los minutos, pensé que para lograr tal control, primero debían dignarse a aparecer. Sospeché que la casilla estuviera vacía y que las palabras de Carlos fueran parte de un plan. Si era así, no podía manifestarle abiertamente mi desconfianza. Abordé el asunto dándole una vuelta. Le pregunté para qué se custodiaba una ciudad vacía de sus alrededores despoblados.
            Me respondió una historia con detalles que puede resumirse del siguiente modo: por furia de los dioses, o desmonte agrícola tierra adentro, el río fangoso que yo había visto desde el avión había desbordado y sumergido barrios enteros con sus casas y los habitantes que allí se encontraban. Los alrededores de la inundación habían sido desalojados por el ejército para contener las enfermedades que nacieron de los cadáveres del pueblo hundido. Muchos sobrevivientes se marcharon fuera de la ciudad y formaron colonias en la hostilidad de la selva. Se formaron los primeros malones, que bajaron a la ciudad en busca de alimentos y bienes. Los que todavía eran ciudadanos comenzaron a nombrar a los habitantes de estas colonias con una voz indígena kuna, irreproducible para mis competencias, pero que significa pescado, o proveniente del río. Esa designación fue pronto sinónimo de un peligro. Carlos hablaba de las colonias con distancia, como si fueran una peste lejana.
            Revisaron la camioneta y seguimos nuestro camino. Carlos me pidió el snorkel que llevaba en la mano. Me dijo que debía sumergirse en donde había estado su barrio para recuperar algunas cosas de su casa. Le dije que era peligroso y que ya no quedaría nada de valor. Me convenció diciendo que toda su familia había muerto y todos sus recuerdos estaban hundidos, y que recuperar aunque más no fuera un retazo de un objeto cotidiano sería para él no sólo valioso, sino lo único realmente importante que le quedaba. Desconocía si era verdad su historia personal. El snorkel no me importaba, pero no entendía cómo él seguía trabajando y no se había ido para las colonias. Antes de bajar, en la puerta del hotel, le pregunté dónde vivía. Vaciló, miró el snorkel con el que me gané su confianza, y me dijo que había una comunidad viviendo en el Kuna-Mall, un centro comercial de tres pisos. Resistían el desalojo con armas que habían pescado del barrio hundido, como los buscadores de perlas. Aprovechaban que la edificación contaba con dos únicas entradas, trabas interiores en las salidas de emergencia, y prescindía de ventanas. Carlos salía a trabajar por una rendija oculta en la tapia que habían colocado los ocupantes al estacionamiento.
            Incluso bajo el influjo de aventura de la historia de Carlos, caminar la ciudad era desolador. En el hotel me exhortaron a evitar los centros comerciales, sobre todo el Kuna-Mall. Adelanté mi regreso a casa. Cuando subía el avión, pude ver por la ventana el ancho río que tragaba poblaciones, la ciudad costera amurallada desde la colonia, los rascacielos geométricos que, a medida que me alejaba borroneaban sus ventanas. Cuando estuve de vuelta en casa, en mi país, me enteré, mientras tomaba café y palmeaba a mi perro, que el shopping Kuna-Mall había sido incendiado con todos sus habitantes dentro, y que los funcionarios extranjeros habían sido degollados en el mismo hotel que yo había abandonado hacía días. El café me sugirió olor a cuerpo quemado, tuve que abandonarlo. Aflojé la correa de mi perro. Ni siquiera en casa estaba del todo a salvo.

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