Yo había llegado en avión de
madrugada. Me había despertado pataleando poco antes de aterrizar, como
sacudido por una descarga. Es un reflejo que tengo a veces, entonces no lo tomé
como una premonición onírica en ese momento. Lo único que me inquietaba, como
siempre cuando me ocurre el espasmo, era no saber sus dimensiones, si mi
sacudón era perceptible para los demás. Miré a los pasajeros vecinos, que me
devolvieron una mirada aburrida. En contraste con mi aspecto de turista, iban
vestidos con rigurosa homogeneidad de funcionarios.
Desde la ventana del avión apareció
la ciudad entre las nubes. Primero a lo lejos, interrumpiendo la manta rugosa
de montaña y selva, se distinguía un valle. Formas geométricas emergiendo de a
poco sobre un tablero del mismo color terroso. Todo pegado a la orilla de un
mar azul oscuro, apenas veteado de celeste por unos rayos de sol, sobriamente
decorado por herrajes de espuma blanca, estáticas.
La voz de la azafata pidiendo que
enderece mi asiento y ajuste el cinturón de seguridad me devolvió al interior
del avión, el asiento de adelante, el techo bajo, mis compañeros de fila.
Cuando volví a mirar la ciudad tuve que reconcentrarme en lo que se me ofrecía
a la vista. Dentro del modesto y azaroso encuadre de la ventana, descontando el
campo obstruido por el ala en la parte inferior, descartando la mitad superior
de la ventana (que disecaba el interior de una nube), había una parte mínima, todavía
recortada por nubes más bajas, en donde podía volver a ver la ciudad, ahora
mucho más definida y coloreada. Pude volver mi atención a ese pequeño
espectáculo. Podían verse como dibujadas las aristas de los cubos de las casas
y de los paralelogramos: un bloque de rascacielos en dominó acomodados con
paciencia en la costa. El acercamiento del avión era palpable, ya no había
nubes que recortaran el marco, distinguía las delimitaciones de los terrenos,
las autopistas y avenidas de esa maqueta ridículamente prolija. Debe haber un
efecto óptico que de lejos hace ver una ciudad construida tal como se ve en la
proyección de esas maquetas diminutas de los arquitectos. La victoria de una
visión controlada sobre el terreno.
Pasamos los rascacielos, que se
ocultaron bajo el ala, y se desplegó una pequeña periferia de casas bajas, lo
que supuse barrios pobres, interrumpidos por un río fangoso que volcaba al mar
sus sedimentos y lo teñían de un barro oscuro, en el único punto donde el
continente visiblemente irrumpía en el agua. Me pareció un símbolo de algo,
aunque no supe bien de qué. Después seguían las casas y galpones más espaciados
y ya bajábamos al aeropuerto.
La ciudad estaba vacía, tal como se
veía desde el aire. Nadie pisaba las veredas, ni conducía por las calles, ni
asomaba por las ventanas. Las palmeras regalaban su sombra de mediodía en
estrellas inútiles sobre las baldosas desiertas de la rambla. Ni siquiera palomas
había en la fuente de la plaza. ¿Estaría la espuma del mar también inmóvil acá
abajo? El taxi me dejó en la puerta del hotel y se volvió en dirección al
aeropuerto, como escapando de una peste. El hotel estaba custodiado por dos
militares soñolientos que, si es que efectivamente respondieron a mi saludo, lo
hicieron con un ahorro de movimientos cercano a la avaricia.
Me alojé, para mi sorpresa, en el
mismo hotel que los burócratas del avión. Imaginé alguna emergencia sanitaria
de la que mi agente de viajes jamás me previno. Esperé la camioneta que me
trasladara a la playa donde tenía previsto bucear. El conductor se llamaba
Carlos. Yo era el único pasajero. No hablamos en el viaje de ida. Tampoco vimos
a nadie: un área de servicios abandonada, un puesto de control cerrado al
costado de la ruta, selva desmontada por el camino que me llevaba. En el centro
de buceo había algunos empleados, yo el único cliente. La excursión fue
fascinante. No logré establecer ninguna conversación. Regresé a la camioneta,
pasado el mediodía. Emprendimos el retorno al hotel. Carlos todavía no parecía
dispuesto a romper el silencio de esa ciudad muerta. La barrera de un control
militar nos demoró. Carlos bajó y se dirigió a la casilla. Cuando volvió, se
apiadó de mí y me regaló sus primeras palabras: debíamos esperar que revisaran el
interior del vehículo. Con el correr de los minutos, pensé que para lograr tal
control, primero debían dignarse a aparecer. Sospeché que la casilla estuviera
vacía y que las palabras de Carlos fueran parte de un plan. Si era así, no
podía manifestarle abiertamente mi desconfianza. Abordé el asunto dándole una
vuelta. Le pregunté para qué se custodiaba una ciudad vacía de sus alrededores
despoblados.
Me respondió una historia con
detalles que puede resumirse del siguiente modo: por furia de los dioses, o
desmonte agrícola tierra adentro, el río fangoso que yo había visto desde el
avión había desbordado y sumergido barrios enteros con sus casas y los habitantes
que allí se encontraban. Los alrededores de la inundación habían sido
desalojados por el ejército para contener las enfermedades que nacieron de los
cadáveres del pueblo hundido. Muchos sobrevivientes se marcharon fuera de la
ciudad y formaron colonias en la hostilidad de la selva. Se formaron los
primeros malones, que bajaron a la ciudad en busca de alimentos y bienes. Los
que todavía eran ciudadanos comenzaron a nombrar a los habitantes de estas
colonias con una voz indígena kuna, irreproducible para mis competencias, pero
que significa pescado, o proveniente del río. Esa designación fue pronto
sinónimo de un peligro. Carlos hablaba de las colonias con distancia, como si
fueran una peste lejana.
Revisaron la camioneta y seguimos
nuestro camino. Carlos me pidió el snorkel que llevaba en la mano. Me dijo que
debía sumergirse en donde había estado su barrio para recuperar algunas cosas
de su casa. Le dije que era peligroso y que ya no quedaría nada de valor. Me
convenció diciendo que toda su familia había muerto y todos sus recuerdos
estaban hundidos, y que recuperar aunque más no fuera un retazo de un objeto
cotidiano sería para él no sólo valioso, sino lo único realmente importante que
le quedaba. Desconocía si era verdad su historia personal. El snorkel no me
importaba, pero no entendía cómo él seguía trabajando y no se había ido para
las colonias. Antes de bajar, en la puerta del hotel, le pregunté dónde vivía.
Vaciló, miró el snorkel con el que me gané su confianza, y me dijo que había
una comunidad viviendo en el Kuna-Mall, un centro comercial de tres pisos. Resistían
el desalojo con armas que habían pescado del barrio hundido, como los
buscadores de perlas. Aprovechaban que la edificación contaba con dos únicas
entradas, trabas interiores en las salidas de emergencia, y prescindía de
ventanas. Carlos salía a trabajar por una rendija oculta en la tapia que habían
colocado los ocupantes al estacionamiento.
Incluso bajo el influjo de aventura
de la historia de Carlos, caminar la ciudad era desolador. En el hotel me
exhortaron a evitar los centros comerciales, sobre todo el Kuna-Mall. Adelanté
mi regreso a casa. Cuando subía el avión, pude ver por la ventana el ancho río
que tragaba poblaciones, la ciudad costera amurallada desde la colonia, los
rascacielos geométricos que, a medida que me alejaba borroneaban sus ventanas.
Cuando estuve de vuelta en casa, en mi país, me enteré, mientras tomaba café y palmeaba a mi
perro, que el shopping Kuna-Mall había sido incendiado con todos sus habitantes
dentro, y que los funcionarios extranjeros habían sido degollados en el mismo
hotel que yo había abandonado hacía días. El café me sugirió olor a cuerpo
quemado, tuve que abandonarlo. Aflojé la correa de mi perro. Ni siquiera en
casa estaba del todo a salvo.
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