24/2/17

A la sombra del desierto

El sol estaba bien alto contra el azul, enorme, luminoso. Nada lo contradecía. Los rayos secaban la tierra, la rajaban, la quebraban. Nunca nadie pude explicarse el crecimiento del sol. Si fue un acercamiento de la tierra o si simplemente creció y terminó siendo insoportable. Ahí estaba ese techo de fuego, ese horno constante que no dejaba pensar, que secó los ríos y los mares. Después de un tiempo ya nadie se preguntó más. Sostener un hilo de pensamiento era una tarea imposible.
Un árbol grueso sin hojas, achaparrado, todavía se mantenía en pie. Frecuentemente ese árbol era motivo de conflicto entre los habitantes del desierto. Más allá de no tener hojas era el punto de descanso, una posta necesaria y fundamental, para atravesar desde las cuevas hasta el cañón que se encontraba entre las mesetas. El piso quemaba, el sol calcinaba. Los hombres improvisaban con sandalias de madera y cuero. Usaban sombreros con hojas. Algunos tenían pieles de animales para taparse. El problema era que estar demasiado cubierto podía llegar a ser también contraproducente.
Había un punto en el que casi imposible dar marcha atrás, sin un descanso previo bajo la sombra del ancho tronco. Para los valientes que seguían tampoco era sencillo avizorar a quienes se aventuraban desde el otro lado. Una mala decisión, un encontronazo se traducía en una pelea a muerte. Si el contrincante no lo mataba lo hacía el sol. Cualquiera que quedara expuesto más de veinte minutos moría.
Alrededor del árbol había varios esqueletos tirados. Nadie se tomaba el trabajo de enterrar los cuerpos. Tampoco se contaba con la energía suficiente. Se achicharraban al sol hasta que no quedaba nada. Los ritos habían quedado atrás.
Todos los hombres sabían que, en algún momento, cuando menos los esperen, les tocaría el duelo. Así que tenía que estar preparados.
Molina estaba por emprender la travesía. Iba a buscar a su hijo mayor, que había salido hace unos días y todavía no había vuelto. Tenía puesto un gorro de plumas de paloma, dos hombreras de cuero, algunas hojas grandes que le envolvían el torso, el taparrabos y unos zapatos de piel. De la cintura le colgaba una bolsa, con piedras. También llevaba una cantimplora cruzada. Dio un paso, después otro y se tambaleó por el mareo. Miró hacia el árbol y le pareció que nunca iba a llegar hasta ahí, pero se frotó las manos y deseó que se alejaran los malos pensamientos. Dio el tercer paso y se adentró al desierto. No dejaba de mirar el árbol y más allá. Tenía que estar preparado para lo peor. Por momentos sentía que caminaba en el lugar. La transpiración le recorría todo el cuerpo. Su cabeza hervía.  Las piernas comenzaron a pesarle, el cuero y las pieles con las que estaba cubierto a pegársele. Tenía la cara repleta de pequeñas gotas de sudor, una al lado de la otra. A cada segundo aparecían más gotas hasta que se juntaban formando una gota mayor que caía por el peso recorriendo desde la sien, pasando por las patillas, hasta el cuello. Algunas caían al piso, formando mínimas bolitas que duraban segundos antes de secarse.
Miraba el árbol tratando de no perder de vista su objetivo, el calor que salía del piso lo deformaba. Por momentos parecía una llama oscura que bailaba en el desierto. De repente tropezó y se golpeó la rodilla contra una piedra. La sangre empezó a brotar. Estuvo unos segundos tirado en el piso, mirando el cielo enmarcado por las plumas de paloma que tenía de sombrero.  Se levantó. Le costaba doblar la rodilla. Rengueaba un poco. Se miraba la pierna. De repente le pareció ver un punto en el horizonte. Trataba de sacarse la transpiración de las pestañas. Se desesperó y apuró el paso. Tenía que llegar antes, ocupar la sombra. La tierra y la transpiración le hacían arder la herida. Casi no doblaba la pierna y, después de andar un poco más, ya le empezaba a molestar la otra por cargar con todo el peso.
A medida que se acercaba el árbol le parecía más real, si es que algo puede ser más o menos real. Se le hacía concreto, sólido, palpable. Estaba ahí y él lo miraba: sus vetas, su rugosidad como si se tratara de un aparecido. Lo primero que hizo fue tirarse a la sombra a descansar unos largos minutos. Abrió la cantimplora y trató de no tomar más que la mitad. Todavía le faltaba un largo trecho. Después se tentó y tocó el árbol. Del lado del sol hervía de caliente, del lado de la sombra estaba tibio. Ahora sí podía mirar en derredor. Aquel punto negro que había visto en el horizonte había desaparecido. No entendía ni cómo ni por qué. Lo más probable es que el desierto o su cabeza le hayan jugado una mala pasada.  Estaba sentado a la sombra. Se fue sacando todo lo que le cubría para poder respirar. Esperaba un viento que le enfríe la transpiración. Recién ahora podía detenerse a mirar el camino que había hecho y el que le faltaba por recorrer. Veía los esqueletos tirados alrededor del árbol, las piedras, una lata roja de gaseosa desteñida por el sol y un cuerpo que por su estado daba la impresión de que su muerte había sido relativamente reciente. Largaba un olor dulce. Se había cocinado y de a poco la carne se iba deshidratando. Nunca llegaban a pudrirse.
Molina se quedó dormido.  Las hormigas tenían el tamaño de caniches. Iban y venían en hilera trayendo unos ramas, verdes, jugosas; otras tenían sandías y melones en el lomo que sujetaban con una pata contra la espalda; las últimas llevaban una ramas blancas que parecían huesos. Una de las hormigas esperó a que pasará la fila y se paró para tomar envión y atacarlo.  Molina atinó a cubrirse y rodar para esquivar el ataque.
Una sombra lo despertó. Vio un hueso en lo alto que tapó el sol y que iba a caer directo sobre su cabeza. Molina le pegó una patada en la pierna izquierda y lo tiró al piso. Después de tumbarlo trató de levantarse, pero le rodilla lastimada no le respondió. Y cayó al piso cerca de dónde estaba quien trató de atacarlo. Los dos quedaron despatarrados por unos segundos. Un humo negro salía del pecho. El sol comenzaba a quemar las pieles que lo cubrían. Molina trató de volver a la sombra arrastrándose. El otro lo detuvo. Los dos gritaban por las quemaduras. Molina agarró  un fémur que estaba cerca y dándose vuelta lo reventó en la cabeza de su contrincante hundiéndole el cráneo. Fue hasta la sombra y se acurrucó tratando de que ninguna parte de su cuerpo quedara expuesta. Miraba el horizonte deformado por los vapores del piso y cada tanto la sangre que rodeaba esa cabeza desconocida. Sentía un nudo en el pecho y ganas de llorar. Era la primera vez que había matado a alguien. Siempre había tenido suerte. Juntó sus manos nervioso y, en silencio, moviendo los labios trató de esbozar una oración. La oración no tenía palabras, no las sabía, la oración era ese acto reflejo latente en su cuerpo, en su memoria. Separó las manos y se sentó junto al tronco.
En el horizonte, cerca de las mesetas, apareció una nube blanca, de contornos redondeados, tan perfecta como la sed.


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