El sol
estaba bien alto contra el azul, enorme, luminoso. Nada lo contradecía. Los
rayos secaban la tierra, la rajaban, la quebraban. Nunca nadie pude explicarse
el crecimiento del sol. Si fue un acercamiento de la tierra o si simplemente
creció y terminó siendo insoportable. Ahí estaba ese techo de fuego, ese horno
constante que no dejaba pensar, que secó los ríos y los mares. Después de un tiempo
ya nadie se preguntó más. Sostener un hilo de pensamiento era una tarea imposible.
Un árbol grueso
sin hojas, achaparrado, todavía se mantenía en pie. Frecuentemente ese árbol
era motivo de conflicto entre los habitantes del desierto. Más allá de no tener
hojas era el punto de descanso, una posta necesaria y fundamental, para
atravesar desde las cuevas hasta el cañón que se encontraba entre las mesetas.
El piso quemaba, el sol calcinaba. Los hombres improvisaban con sandalias de
madera y cuero. Usaban sombreros con hojas. Algunos tenían pieles de animales
para taparse. El problema era que estar demasiado cubierto podía llegar a ser
también contraproducente.
Había un
punto en el que casi imposible dar marcha atrás, sin un descanso previo bajo la
sombra del ancho tronco. Para los valientes que seguían tampoco era sencillo avizorar
a quienes se aventuraban desde el otro lado. Una mala decisión, un encontronazo
se traducía en una pelea a muerte. Si el contrincante no lo mataba lo hacía el
sol. Cualquiera que quedara expuesto más de veinte minutos moría.
Alrededor
del árbol había varios esqueletos tirados. Nadie se tomaba el trabajo de
enterrar los cuerpos. Tampoco se contaba con la energía suficiente. Se
achicharraban al sol hasta que no quedaba nada. Los ritos habían quedado atrás.
Todos los
hombres sabían que, en algún momento, cuando menos los esperen, les tocaría el
duelo. Así que tenía que estar preparados.
Molina
estaba por emprender la travesía. Iba a buscar a su hijo mayor, que había
salido hace unos días y todavía no había vuelto. Tenía puesto un gorro de
plumas de paloma, dos hombreras de cuero, algunas hojas grandes que le
envolvían el torso, el taparrabos y unos zapatos de piel. De la cintura le
colgaba una bolsa, con piedras. También llevaba una cantimplora cruzada. Dio un
paso, después otro y se tambaleó por el mareo. Miró hacia el árbol y le pareció
que nunca iba a llegar hasta ahí, pero se frotó las manos y deseó que se
alejaran los malos pensamientos. Dio el tercer paso y se adentró al desierto. No
dejaba de mirar el árbol y más allá. Tenía que estar preparado para lo peor.
Por momentos sentía que caminaba en el lugar. La transpiración le recorría todo
el cuerpo. Su cabeza hervía. Las piernas
comenzaron a pesarle, el cuero y las pieles con las que estaba cubierto a
pegársele. Tenía la cara repleta de pequeñas gotas de sudor, una al lado de la
otra. A cada segundo aparecían más gotas hasta que se juntaban formando una
gota mayor que caía por el peso recorriendo desde la sien, pasando por las
patillas, hasta el cuello. Algunas caían al piso, formando mínimas bolitas que
duraban segundos antes de secarse.
Miraba el
árbol tratando de no perder de vista su objetivo, el calor que salía del piso
lo deformaba. Por momentos parecía una llama oscura que bailaba en el desierto.
De repente tropezó y se golpeó la rodilla contra una piedra. La sangre empezó a
brotar. Estuvo unos segundos tirado en el piso, mirando el cielo enmarcado por
las plumas de paloma que tenía de sombrero. Se levantó. Le costaba doblar la rodilla.
Rengueaba un poco. Se miraba la pierna. De repente le pareció ver un punto en
el horizonte. Trataba de sacarse la transpiración de las pestañas. Se desesperó
y apuró el paso. Tenía que llegar antes, ocupar la sombra. La tierra y la
transpiración le hacían arder la herida. Casi no doblaba la pierna y, después
de andar un poco más, ya le empezaba a molestar la otra por cargar con todo el
peso.
A medida
que se acercaba el árbol le parecía más real, si es que algo puede ser más o
menos real. Se le hacía concreto, sólido, palpable. Estaba ahí y él lo miraba:
sus vetas, su rugosidad como si se tratara de un aparecido. Lo primero que hizo
fue tirarse a la sombra a descansar unos largos minutos. Abrió la cantimplora y
trató de no tomar más que la mitad. Todavía le faltaba un largo trecho. Después
se tentó y tocó el árbol. Del lado del sol hervía de caliente, del lado de la
sombra estaba tibio. Ahora sí podía mirar en derredor. Aquel punto negro que
había visto en el horizonte había desaparecido. No entendía ni cómo ni por qué.
Lo más probable es que el desierto o su cabeza le hayan jugado una mala
pasada. Estaba sentado a la sombra. Se
fue sacando todo lo que le cubría para poder respirar. Esperaba un viento que
le enfríe la transpiración. Recién ahora podía detenerse a mirar el camino que
había hecho y el que le faltaba por recorrer. Veía los esqueletos tirados
alrededor del árbol, las piedras, una lata roja de gaseosa desteñida por el sol
y un cuerpo que por su estado daba la impresión de que su muerte había sido
relativamente reciente. Largaba un olor dulce. Se había cocinado y de a poco la
carne se iba deshidratando. Nunca llegaban a pudrirse.
Molina se
quedó dormido. Las hormigas tenían el
tamaño de caniches. Iban y venían en hilera trayendo unos ramas, verdes,
jugosas; otras tenían sandías y melones en el lomo que sujetaban con una pata
contra la espalda; las últimas llevaban una ramas blancas que parecían huesos.
Una de las hormigas esperó a que pasará la fila y se paró para tomar envión y
atacarlo. Molina atinó a cubrirse y
rodar para esquivar el ataque.
Una sombra
lo despertó. Vio un hueso en lo alto que tapó el sol y que iba a caer directo
sobre su cabeza. Molina le pegó una patada en la pierna izquierda y lo tiró al
piso. Después de tumbarlo trató de levantarse, pero le rodilla lastimada no le
respondió. Y cayó al piso cerca de dónde estaba quien trató de atacarlo. Los
dos quedaron despatarrados por unos segundos. Un humo negro salía del pecho. El
sol comenzaba a quemar las pieles que lo cubrían. Molina trató de volver a la
sombra arrastrándose. El otro lo detuvo. Los dos gritaban por las quemaduras.
Molina agarró un fémur que estaba cerca
y dándose vuelta lo reventó en la cabeza de su contrincante hundiéndole el
cráneo. Fue hasta la sombra y se acurrucó tratando de que ninguna parte de su
cuerpo quedara expuesta. Miraba el horizonte deformado por los vapores del piso
y cada tanto la sangre que rodeaba esa cabeza desconocida. Sentía un nudo en el
pecho y ganas de llorar. Era la primera vez que había matado a alguien. Siempre
había tenido suerte. Juntó sus manos nervioso y, en silencio, moviendo los
labios trató de esbozar una oración. La oración no tenía palabras, no las sabía,
la oración era ese acto reflejo latente en su cuerpo, en su memoria. Separó las
manos y se sentó junto al tronco.
En el horizonte,
cerca de las mesetas, apareció una nube blanca, de contornos redondeados, tan perfecta
como la sed.
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