La luna sobre el río no alivió su pesar, su presencia brillante era de una indiferencia de siglos. Tiempo perdido y cruel en el banco, hasta que asuntos más concretos lo reclamaron, lo salvaron. Caminó largo rato hasta encontrar una estación de servicio. Todavía en pena lánguida los primeros pasos, urgidos y firmes los últimos.
Abrió la puerta del baño con la ferocidad de quien entra al infierno sin miramientos a buscar lo que le fue arrebatado.
Tuvo una revelación. El brillo de transpiración sobre
la tabla del inodoro que vio mientras se subía los pantalones, que ni siquiera
debió secar con papel higiénico porque ya se evaporaba la frágil
memoria de su último gesto: el culo apoyado pesadamente y haciendo lo
que tenía que hacer y dejando ser y dejando ir por abstractas cañerías en una
búsqueda siempre perdida.