Tuvo
que explicar el chiste. ¿Tenía que hacerlo? Ahora ya estaba dando indicaciones
de cómo interpretarlo, por qué la ironía debía funcionar allí donde había
fallado. Pensó, mientras mostraba lo que consideraba obvio, que mejor hubiera
sido no hacer ese comentario. Pero estaba hecho. Mejor hubiera sido un silencio
incómodo también, algo incomprendido que debía soportar como tal hasta que la
conversación retomara su curso y olvidara ese paso en falso. Pero la
explicación ya estaba empezada y era ahora la conversación misma. Se disgustó
con su auditorio por no entender, consigo mismo por insistir, por no aceptar
una leve derrota. Se disgustó con el silencio por no asistirlo y por llegar
recién ahora.
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