La ciudad está en cuarentena por
la amenaza de un virus. Solo se puede salir a comprar provisiones necesarias a
comercios cercanos. Por suerte, tengo un chino enfrente, lo veo desde la
ventana. Sólo es cuestión de bajar y cruzar la calle. Cuando digo que hay un
chino no me refiero a una persona, sino al mercado que hay en la esquina.
Aunque efectivamente adentro del mercado hay un ciudadano chino, desplazamos el
sentido original del gentilicio para designar al mercado que administra este
señor. Ese movimiento semántico se llama metonimia: figura consistente en
designar una cosa con el nombre de otra con la que guarda una relación de causa
a efecto, autor a sus obras, etc. Un buen ejemplo de metonimia es justamente
decirle chino al mercado que regenta un ciudadano chino. O un descendiente. O
alguien que parece oriental. Esa metonimia es corriente, se puede decir que es
una metonimia muerta, ya que ni siquiera sugiere al ciudadano chino original
que le dio su nombre por contagio, sino que ya tiene para nosotros el
significado convencional de mercado y no invoca ninguna imaginería china, sino
que nos denota góndolas, heladeras, quizás un chino en la caja. Me gusta la
retórica, sobre todo cuando me tomo un vino. Y cuando estoy en cuarentena y
tengo que ocupar mis pensamientos. Además, la cuarentena me hace tomar más
vino, todo el día encerrado. Y el vino me da ese estado de ánimo necesario para
encontrar algo de placer en estas cuestiones que en la sobriedad cotidiana no
encuentran su momento. Pero después de algunas copas, también me dispersa, me
hace dar vueltas, explicar, encontrar huecos donde la definición falla y
embarcarme en la empresa un poco inútil de remendar esas fallas con
explicaciones que pierden el foco y pueden hacer tambalear todo el edificio
retórico que estoy construyendo, al punto de sentir que el pensamiento se
muerde la cola. Este párrafo es buen ejemplo de eso.
Pero si el párrafo anterior es
buen ejemplo de las vicisitudes del vino, de mi personalidad, de la situación
de cuarentena, en fin, si ese párrafo es cabal muestra de los efectos del vino,
podemos determinar que la causa es que estoy tomando vino al escribir esto. Por
supuesto, esto es una falacia de afirmación del consecuente, es decir,
determinar que como el vino causa dispersión, si encuentro dispersión puedo
asegurar que hubo vino, y eso no tiene validez lógica. Podría haber otra causa:
aislamiento prolongado, irritabilidad y muchas otras. No niego mi confinamiento
desesperante, mi desorden en los hábitos y el descanso, la falta de relaciones
sociales desde hace días, circunstancias que me generan un desmoronamiento
intelectual. Pero puedo garantizar que estoy tomando vino, aunque mi afirmación
sea una falacia de autoridad, Ad Verecundiam. Pero no hay remedio, y además no
importa. Y este segundo párrafo también es buen ejemplo de los efectos del
vino.
El vino lo compré en el chino.
Fui a comprarlo para generarme esta disposición a las ideas sin rumbo, al
placer obligatorio de mitigar la ansiedad. Bueno, esa era mi idea ayer, pero
recién pude hacerlo hoy temprano, cuando llegué, porque distintos eventos
concurrentes modificaron el curso de un plan seguro que había modelado con
mucha precisión en el balcón, mientras miraba al chino a través de las hojas de
los árboles, una luz prendida en la quietud de la ciudad desierta. El plan
consistía en bajar, cruzar la calle, buscar vino en el chino –mercado-, pagarle
al chino –señor-, volver a cruzar la calle, subir, beber el vino y discurrir
acerca de retórica o lo que me deparara el devenir del pensamiento borracho, o
quedarme dormido, pero esto ya excedía el metódico plan que, en rigor,
finalizaba al subir a mi lugar de aislamiento y en ese momento me libraría a
las delicias de lo inesperado. Pero el asunto es que no sucedió según lo
planeado. Si hay moraleja en este mundo, es que ni siquiera un plan tan
perfecto es seguro. Y ya me pongo a pensar en el futuro, la maravilla del
concepto del tiempo, la incertidumbre pletórica.
Ahora paso a contar los sucesos
que demoraron mi plan. Con cierta pena, debo hacer concesiones a un tono más
narrativo y abandonar el rigor explicativo, donde los verbos sólo expresan
relaciones entre conceptos y no acciones de las personas y las cosas. Pero no
veo alternativa. ¿Es cada tipo de texto una herramienta para expresar
adecuadamente un contenido de discurso? ¿O es cada tipo de texto el discurso
mismo? Cómo me gusta demorarme en estas cosas, si no fuera por el idiota que…
En fin, vamos a ordenar los hechos. Hoy conseguí el vino, con cierta complicidad
tácita del chino –señor-, porque no suele concederme más que una sonrisa que yo
a veces estimo que responde a la expresión reposada de una cultura milenaria,
pero esta vez interpreté como muestra de un vínculo, frágil, pasajero, pero que
nos conectaba un poco más personalmente que la simple civilidad que caracteriza
nuestros intercambios de vino por plata. Pero esto fue hoy, ya fuera del plan,
o una sombra, un estertor del plan de ayer. Tengo que ir para atrás. Antes de
estar en el chino hoy estuve en la comisaría. Pero los saltos hacia atrás no
iluminan nada en este caso. Mejor volver al punto de partida y contar para
adelante, y hago esfuerzos para no preguntarme acerca del adelante y el atrás
de los sucesos.
Entonces, ayer tenía la
intención, esa es la palabra, la intención de traer un vino del chino
–mercado-. Bajé, crucé la calle, llegué a la puerta. Hasta ahí todo bien, es
decir, no reviste interés. Pero a partir de ahí, aunque no fue en ese punto que
se echó a perder, pero a partir de ahí se encadenan algunos acontecimientos que
hicieron que fracasara el plan. Entonces
cuento esos hechos que son los que creo que hacen a la historia de ese fracaso.
En la puerta del chino –mercado- vi un cartel: la foto del chino –señor- con un
barbijo y un mensaje que decía: “No estoy enfermo, uso el barbijo porque no me
quiero enfermar”. Me llamó la atención la explicación, como defendiéndose de
una acusación. Recordé enseguida que el virus se detectó en China, que incluso
algún mandatario del extranjero lo llamaba “el virus chino” y que quizás por
esa razón algunos idiotas fueran hostiles hacia aquellas personas que tuvieran
rasgos orientales (a los que, por ignorancia y también por sinécdoque -tropo
que consiste en extender, restringir o alterar de algún modo la significación
de las palabras, para designar un todo con el nombre de una de sus partes, o
viceversa-, llamamos chinos). Entré, con el deseo de decirle al señor chino que
el cartel me parecía exagerado, quizás con la secreta esperanza de establecer un
vínculo, o que al menos me contara por qué lo había puesto, si por prevención o
a causa de un momento incómodo que efectivamente había sucedido –a él o a otro
del barrio- y que buscaba que no se repita. Pero la cuarentena obligatoria que
establecía comprar y volver, sumada a mi natural discreción y a mi apego al
plan original, me hicieron descartar la idea. Elegí el vino, uno modesto, dado
que el gasto en bebida se estaba volviendo una carga pesada, y fui a la caja a
pagar. No había cola, pagué, y entonces me disponía a retirarme –el plan
marchaba sobre ruedas- cuando un cliente que recién había ingresado al local se
quedó en la puerta. Esperé unos segundos a que despejara la salida para
respetar la distancia recomendada entre personas. Y en ese momento empezaron a
frustrarse mis proyecciones. Ese cliente, al que llamaré idiota (en una
sustantivación de un adjetivo calificativo que puede aplicar a una persona y,
por lo tanto, a un cliente), hizo un comentario relativo al chino –señor- y su
barbijo. No quedaba claro si se dirigía al chino –señor-, al barbijo –atributo
del señor chino-, a mí –señor cliente narrador-, o al aire –nadie, o sea, una
declamación absurda. Ni el chino, ni yo ni el aire nos sentimos conminados por
su comentario y por lo tanto no le contestamos. El idiota, del que desconozco su origen y por eso no uso un gentilicio como "el argentino" para designarlo, y además prefiero decirle idiota, entonces, decía, el idiota me miró y
me dijo algo relativo al chino. Odié que me involucre, odié que el idiota me
tomara de cómplice. No recuerdo la frase exacta, pero se refería a la no
pertenencia del chino en el lugar. Dediqué un segundo a considerar la estupidez
que estaba diciendo el idiota: nadie pertenecía más al chino –mercado- que el
chino –señor-, pero después, con la insistencia del discurso del idiota que
parecía explicarse, me di cuenta que era simple xenofobia: para el idiota, el
chino no debía estar en nuestro país –el idiota y yo seríamos naturales o
locales-, y menos ahora que podía contagiarnos. El idiota se quedó esperando
una reacción mía, quizás de asentimiento o complicidad. Por supuesto que no se
lo iba a conceder, primero porque no me apetece que me involucren en disputas,
y además me parecía una falta de respeto al chino. Pero, sobre todo, la
inconsistencia del discurso ofendía a la inteligencia. No hace falta que
explique por qué. Ante la insistencia del idiota, no pude sostener el silencio
indiferente. Quizás influyó mi estado de ánimo, la solidaridad con el ciudadano
chino… pero creo que fue sobre todo la reacción a la estupidez del idiota, algo
personal entre nosotros. Le dije entonces: “Ah, vos sos un idiota”. Por eso uso
ahora ese adjetivo sustantivado: El Idiota.
El chino parecía indiferente.
Después, en la comisaría, pensé que esa indiferencia podía ser de desprecio
porque se sentía ofendido o molestado por el idiota, pero también de resguardo,
porque nada le interesaba menos al chino –pero quién sabe, con esas expresiones
totalmente condicionadas por su cultura milenaria-, también de soberbia –quizás
pensaría que no era digno rebajarse a discutir con un perro occidental-, o
simple practicidad despojada de emociones. El que no se mantuvo indiferente fue
el idiota. Tardó en entender, pude ver casi el momento en que se le iluminaba
la cara embobada, cerraba la boca suelta y enfocaba la mirada, incrédula, hacia
mí. Un “¿Qué?” que más que una pregunta fue una constatación de lo que había
dicho, un metalenguaje para determinar que efectivamente le había dicho idiota.
Y también una pregunta que le daba un poco de tiempo para acomodarse a la nueva
situación. Mientras yo miraba estos cambios en su persona, el idiota se me acercó,
insultándome, dudando si respetar la distancia recomendada, evitando acercarse
al chino que estaba al lado mío, solo separado por la caja registradora. Pero
de a poco, al calor de sus insultos, que lo iban predisponiendo a la emoción
violenta, se me acercaba. Me prometí no darle ninguna explicación, no
argumentar, ni siquiera mostrarle su idiotez. Pero se acercó demasiado y se
armó una situación confusa de empujones, algún golpe. No recuerdo bien, fue muy
rápido. Un policía, que estaba en la calle velando por el cumplimiento de la
cuarentena, tuvo que intervenir.
Nos
llevaron a ambos a la comisaría, el idiota y yo, aunque en patrulleros
distintos. No lo volví a ver, creo que nos separaron por precaución, pero sobre
todo por pereza, para no involucrarse: la misma que había sentido el chino, la
misma que había sentido yo un poco antes. El hecho de que la comisaría
estuviese vacía por la pandemia ayudaba al hecho de disponer de una celda para
cada uno. Me tuvieron ahí toda la noche. Creo que fue un poco como castigo y un
poco porque la policía estaba ocupada en tareas de vigilancia de la cuarentena.
Pude dormir unas horas, pero solo después de considerar la actitud distante del
chino, después de recrear todo lo que había pasado, o sea lo que estoy
contando, los hechos que habían desviado la realización de mi plan. A
diferencia de otras oportunidades, no me embargó la ira. Quizás estaba conforme
con mi accionar, quizás no era tan grave estar demorado porque la perspectiva
de volver a mi casa tampoco era tan alentadora. A la mañana me largaron, con
alguna pregunta de rutina, pero dando a entender que no dejaban registro,
simplemente me habían detenido como a un niño lo ponen en penitencia un rato
para que se calme.
Me
tuvieron que llevar a mi casa en patrullero para evitar la circulación por la
calle. Cuando me dejaron en la puerta y se fueron, me acordé que yo tenía un
plan, que incluso había pagado por el vino que tuve que dejar en la confusión.
Entonces fui a buscar mi vino, eso fue hace un rato, y me puse a recuperar el
tiempo perdido con la demora, por eso estoy bebiendo a la mañana. Porque no iba
a permitir que un idiota echara a perder un plan, solo se dio el gusto de
demorarlo. Y ahora estoy acá, triunfante, divagando y bebiendo y escribiendo.
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