23/5/11

Otro episodio en la vida de Rómulo Zabala



Una mañana de Octubre de 19…  Rómulo Zabala termina su café, se pone el anorak y el sombrero, y se despide de su mujer sacudiendo su mano como si fuera un guante de lavar vacío. Sale de su casa anudándose una bufanda al cuello. Camina una serie de cuadras entre sobretodos que flotaban de un lado a otro, nubes esponjosas que parecían estar pastando en el cielo, y palomas gorjeando en las cornisas de los edificios –comentándose los últimos chismes sobre política–.
                Antes de salir leyó una serie de líneas en referencia a Poe que lo arrastraron a una incertidumbre total. Los cuentos del bostoniano se dividen en dos categorías, que alguna vez se mezclan: los de terror y los de raciocinio”. Estas pertenecían a quien por ese entonces era un escritor no demasiado conocido, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges.
Esa frase le hizo recordar mucho a otras del que por aquel entonces era un escritor –tal vez– demasiado conocido, Leopoldo Lugones. Pensó en “La carta robada” como el mejor de los cuentos del género policial; pensó en “Los crímenes de la calle morgue” como el mejor de los cuentos de parodia al género policial (un cuarto cerrado, dos mujeres mutiladas, una metida en la chimenea, casi sin testigos… ahh…claro, qué fácil, debe ser un orangután que se le escapó a un marinero mandarín en medio de París).
Pensar que si el policial tiene origen en este último cuento, nace de una parodia y la parodia nace de otra cosa a la que parodia… Pero ¿existe una parodia de algo que todavía no existe? No había una solución posible, ni una conexión aparente. Varias cuadras no le alcanzaron para resolver este problema. Entonces lo subió con él al tranvía. Allí tomó asiento y el problema se sentó a su lado. Sacó un cigarrillo y el libro en cuestión. Le ofreció un cigarrillo a su problema, y éste lo partió con los dedos y se lo metió en la boca, mientras se rascaba la cabeza y se sacaba los piojos. Prendió el cigarrillo y comenzó a pitar, buscando respuesta en las espesas volutas de humo. Borges-Poe-Lugones, Lugones-Poe-Borges, Borges-Poe-Lugones… nada, nada de nada. El cigarrillo se consumía y seguía sin resolver el problema. Lo miraba y este no le decía nada. Borges-Poe-Lugones, Lugones-Poe-Borges, Borges-Poe-Lugones. Nada. Le da una última seca al cigarro y ¡Zas! Por fin entendió. Lleno de alegría por su descubrimiento parecía elevarse un poco de su asiento. Sus ideas revoloteaban por el aire, pero su cuerpo esperaba órdenes, sabía que había algo pendiente. La colilla, todavía viva, le quemaba los dedos. Mientras sus ideas seguían: Lugones-Poe-Borges, Borges-Poe-Lugones. Su cuerpo sin recibir las directivas adecuadas decidió entrar en acción… y arrojó el libro por la ventana. La quemadura hizo que las ideas caigan dentro de su cabeza como un pájaro muerto por un disparo. Ahí Rómulo vio que todavía tenía la colilla encendida en la mano izquierda, pero que su mano derecha no tenía nada. Así fue que se asomó por la ventana y vio al libro en un charco entre los adoquines. Definitivamente no se trataba de un cuento del raciocinio.      

1 comentario:

Camel dijo...

Sombreros arriba por Rómulo