28/11/11

Tres gardenias

El General convocó a su madre y a su hermano a la sala principal de la estancia de la familia por un asunto urgente, les pidió que tomaran asiento, cerró la puerta y le puso un tiro en la cabeza a cada uno. Primero a su hermano, que podía ofrecer resistencia; después a su madre, vieja y débil, que no llegó ni a emitir sonido. Se aseguró que dejaba cadáveres en los sillones, abandonó el arma en la mesa de juegos, cerró la puerta con llave, y le pidió a la empleada que telefonee a la policía. Sin detenerse, salió, subió a su automóvil y condujo hasta el Palacio de Gobierno.

Apenas entró al Salón Dorado, la puerta se cerró tras de sí. Sentado en su sillón Luis XIV, el Líder le señaló el sofá a su derecha. Sobre una mesa oval, junto a un florero con tres espléndidas gardenias, un champagne abierto y dos copas auguraban múltiples encuentros.
El primero sucedió cuando el General tomó asiento: el Líder volcó parte del líquido de la botella a las copas. El segundo, a continuación: el Supremo le alcanzó una de las copas al General. El tercero, casi de inmediato: el Máximo levantó su copa, el General hizo lo propio, para chocarlas al fin, con suavidad, por sus bordes. Y entonces, sin dilaciones, se produjo el cuarto: cada uno llevó el pequeño recipiente a sus labios, y bebieron.
– Un elixir exquisito –agradeció el General.
El Líder asintió con la cabeza.
– Está cumplido –informó el General.
– Ya sé –contestó el Superior.
El General nunca había desobedecido una orden. Las cumplía, siempre, con meticulosa perfección. Tanto, que casi podía pensarse que ejecutaba las ideas del Líder con mayor exactitud de lo que el propio Líder hubiera podido.
– Eran subversivos –adujo el Más Alto.
– Eran –confirmó el General.
– Los informes resultaron innegables –agregó el Sumo Jefe.
– Innegables –coincidió el General.
– No podemos tolerar subversivos en el país. No importa quiénes sean –sostuvo, aún, el Máximo.
– Es verdad –asintió el General.
– Tengo que confesar –siguió el Supremo, algo avergonzado– que por un momento pensé… que tal vez fueras parte del complot.
– Jamás –aseveró el General, inconmovible.
El Líder volvió a servir la copa del General y se quedó un momento en silencio, pensativo, tras el cual, con tono a la vez confidente y de sorpresa, soltó:
– Eran tu madre y tu hermano.
– Es cierto –dijo el General.
– ¿Quién puede confiar en un hombre dispuesto a matar a su propia madre? –preguntó el Superior, ahora con el rostro fruncido.
El General, desorientado, no contestó. El Líder agitó su copa en pequeños círculos, revolviendo el champagne, y retomó su pensamiento con aires filosóficos…
– ¿Qué doctrina, qué figura, qué ideal, puede justificar el matricidio?
El General, sin responder, bebió con ansia el contenido de su copa.
– ¿Y el fratricidio? –interrogó el Más Alto, y fijó su mirada en los ojos del General–. Acá hay un problema muy serio –continuó el Primerísimo, con el semblante atribulado y moviendo las manos, ahora, en forma enérgica–. Mi hombre de mayor confianza, en rigor mi único hombre de confianza, de pronto es impredecible.
El General iba a decir en su defensa que solo había cumplido una orden, pero no tenía sentido: el propio Líder había dado esa orden. Enfatizando su idea, con algo de lástima, el Superior se preguntó, todavía:
– ¿Qué no haría conmigo alguien que mata a su hermano y asesina a su madre?
El General, algo pálido, no dijo nada. Con franca tristeza, el Máximo concluyó:
– Queda una sola forma de probar la autenticidad de tu entrega –y se quedó en silencio un instante, que el General ya no pudo aguantar.
– ¿Cuál? –preguntó angustiado.
El Sumo Jefe fijó sus ojos en el rostro desencajado del General, y respondió:
– El sacrificio.
El silencio del Supremo fue terrible. El General lo conocía bien: era su última palabra. No admitía réplicas, súplicas, matices, nada. El General, temblando, agarró el arma que el Líder le ofrecía, buscó con mirada borrosa las cámaras de seguridad que filmaban desde los vértices de las paredes y el techo, lamentó que esos aparatos no captaran sonidos, intentó sin éxito calcular sus posibilidades de huir del país, pensó confusamente en su prestigio, en la versión que de los hechos daría el Líder, en su mujer y en su hijo, hizo una reverencia con la cabeza, que le explotaba de dolor, y se pegó un tiro en la boca. El Líder observó con cierta repugnancia la sangre y los sesos esparcidos por la sala, y apretó el timbre que llamaba a su secretaria. Mientras esperaba, volcó el contenido de su copa en el florero, y contempló a las gardenias retorcerse, ennegrecidas.