Fui
como para decirle que estas cosas pasan. No me sentía obligado por nuestro
vínculo, quería ver si estaba bien, darle una palmada condescendiente en la
espalda al viejo Basaldúa, hacer el simulacro de agacharme a levantarle el ánimo,
como para que su orgullo lo olbigue a reponerse por cuenta propia y rechazar el
favor. Eso es lo que necesita Basaldúa, me arengaba el sábado a la mañana.
Apuré el café con leche, en la puerta abandoné el olor del pan tostado, ese
arrullo. Agarré la camioneta, fui sacudiéndome los edifcios, las casas
periféricas con jardín, los últimos árboles y al fin la ruta se llenaba los
pulmones. Puse la radio desde que salí de Villa María, en Las Perdices bordeé
los silos inmensos y después a la derecha un tirón hasta el campo, y un
cigarrillo de la entrada al casco antiguo.
No
vino a recibirme el perro, se asomó la Adelia. Me dijo que Wilfredo se había
ido a dar una vuelta por el gallinero, ya tenía que volver, entonces que pasara
a la cocina y me sirviera una galleta recién horneada. Un bocadito de arena.
Quedaba una panera llena y el perro que no venía.
Adelia le
ponía voluntad, ¿cómo estuvo el camino?, el vozarrón hasta las telarañas de los
rincones, le contesté que bien, por suerte la ruta tranquila, algunas
cosechadoras último modelo, como recién salidas de la juguetería, y Adelia
oteando la puerta, la inminente llegada de Basaldúa.
Se habrá
enterado, confidente Adelia en un susurro, y yo cerré los párpados de a
poquito, un asentimiento grave, para disculparnos a los dos el relato del robo,
del miedo de esa noche. Pero quizás Adelia necesitaba decirlo, ponerlo en una
frase para repetirla después. Son unos desgraciados, sabían que teníamos la
plata de toda la cosecha. Se llevaron hasta la escopeta y las llaves de la
camioneta, le salía la bronca como en granos por todo el maíz que les habían
pelado.
¿Siguen sin
usar el banco? La quise jugar de sorprendido, acompañar la indignación, pero mi
pregunta tenía un regusto arrogante, me sonó a reproche, entonces me odié, y
como penitencia comí otra galleta.
Apareció
el viejo Basaldúa adentro de la cocina, no pude ver si había venido con el
perro. Me invitó a pasar a la galería, a la sombra que está lindo. Los dos
sentados, yo sin saber cómo empezar, el viejo que dejaba enfriar el té que nos
trajo Adelia, el ruido de las cotorras bien patente porque nos quedábamos
callados, entonces le largué el formalismo, me enteré, Wilfredo, y quise venir
a ver si necesitan algo. Y me estaba quedando ya sin cuerda pero Basaldúa metió
su tic nervioso, se le achicharraba la cara en arrugas, y después relajó, le
volvieron a salir los ojos y dijo no hace falta, ya pasó.
Estaba
enfrascado, Basaldúa. Como de muy lejos me preguntó por mis asuntos, cómo
andaba todo, si mi hermano Salvador seguía en el taller mecánico. Bien, bien,
remando. Quería hablarle de un conocido en el banco, le podía simplificar un
crédito, hasta un seguro, sobre todo una cuenta para manejar los pagos. Pero no
sabía por dónde arrancar, miraba inquieto para todos lados, y le pregunté por
Satanás, el perro. El alma de Basaldúa interrumpió la excursión y le volvió al
cuerpo en un tic, como si hubiera probado una galleta de Adelia.
Venga, dijo y
ya estaba andando.
Me llevó por
el costado de la casa, abajo de los árboles, el final cerca pero velado por el
sol. Caminamos esos pocos metros eludiendo los patadones de las raíces y en eso
yo me felicitaba por reanimar a Basaldúa y llegamos a la entrada del gallinero.
Y ahí. Una cincha colgaba del travesaño, le ajustaba el cogote al perro seco,
ahí suspendido, las primeras moscas ya le merodeaban la sonrisa dura, eso que
había sido Satanás. Me ablandé, no pude disimular.
Por traidor,
descargó el viejo, pero mis cejas todavía me tironeaban del espanto y Basaldúa
obligado a una explicación sumarísima. No ladró esa noche. Que lo vean. Ya no
quedaba rencor en el viejo, elaboraba su duelo.
No
fue en ese momento, fue después, volviendo por la ruta. Fue después que no pude
despegarme de Satanás en todo el camino. El viejo llevando al perro, la cola a
los fustazos por la expectativa, después el extrañamiento de orejas, Basaldúa
agitado, Basaldúa cinchando. Los ojos interrumpidos de Satanás. Y la última
vez. El auto lo habíamos sacado a la noche del taller mecánico, tuvimos que
sacarle el perrito de la repisa, bajamos los dados de peluche del espejo. Lo
apagamos cerca de la entrada del campo, lejos de los oídos de la casa pero no
del buen Satanás, que se apareció moviendo la cola, agachando la cabeza, me
reconocía debajo del gorro, de tanta ropa. Me quedé con él un buen rato,
mientras Salvador vestido de sombra se mandaba para el casco. Le rascaba atrás
de la oreja a Satanás, se crispaba como su dueño, retorcía el hocico cuando
Salvador volvió corriendo con la escopeta, entonces le sacudí el lomo al perro,
quizás el último afecto, y encendí el auto para rajar. Pero todo esto me
persiguió después, en la ruta.
En ese momento
todavía estaba pasmado, y el viejo Basaldúa me dio unas palmadas en la espalda,
como diciendo ánimo, estas cosas pasan.
2 comentarios:
Excelente.
Muy bueno. El otro me cansó con los adjetivos.
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