Supe
que era viudo casi por azar. Venía al consultorio por una dolencia en la
espalda, pero nunca llegamos a conocernos en las sesiones. Esperaba mi orden
para sacarse la camisa contra el perchero. Luego se acostaba boca abajo y
posaba la cara en el hueco de la camilla hasta que le informaba que los masajes
habían concluido. Se levantaba y se vestía, y por último agradecía y enseñaba
una sonrisa amable. En su gesto medido no había excesiva confianza, tampoco
indiferencia. Era una sonrisa de agradecimiento y punto.
Semanas
después del final de las sesiones, un sábado, lo encontré en el supermercado.
Si lo hubiera reconocido, no me habría acercado. Estaba de espaldas, sólo veía
su canasto de plástico cargado con productos razonables, coronado por unas
endivias, cuando lo llamé para preguntarle por el sector de verdulería. Me
contestó con frases breves, pero no fue cortante. Ahí mismo reconocí la
neutralidad, recordé sus facciones. Él, que ya había finalizado sus
indicaciones, esperaba con calma mi retirada antes de darse vuelta. Su
impasibilidad me exasperaba, entonces resolví irme a buscar las endivias
mientras mentalmente me odiaba, lo odiaba. Todavía me sentía incómoda mientras
pesaba los tomates. Luego la evaluación de los distintos precios, acaso mejor comprar
frutas de estación, desplazaron ese momento infantil. Cuando me iba, para
evitar el tumulto de las góndolas centrales di un rodeo por las heladeras. Y
ahí lo vi. Ese postrecito que me encanta y que decidí que me iba a dar el lujo
de comprar. Elegí cuidadosamente el envase más pulcro y tomé por fin el paquete
de cuatro vasitos.
Me
di cuenta que me había cruzado otra vez con el paciente cuando deposité el
postre sobre las manzanas verdes. El tipo, que en ese momento agarraba sin
mayores emociones un queso crema, pareció interesarse por mi modesto consumo
suntuario. Creí que al fin me había reconocido, pero su inestabilidad duró un
instante, enseguida se dispuso a continuar con lo suyo sin molestar. No cabían
dudas, yo había visto relampaguear su fragilidad. Me sentí reparada de mi
humillación anterior. Para burlarme de mi indeterminación, yo misma le dije que
él había sido mi paciente. Recordó que yo era la kinesióloga, sin turbarse, sin
disimular.
Pareció
alegrarse del encuentro, se mostró simpático. Como los dos ya nos íbamos,
charlamos un rato en la cola de las cajas. Sin inmiscuirnos en las compras del
otro, ambos sabíamos que cada uno llevaba cantidades de soltero. Le confesé que
por casualidad me había tentado con sus endivias. Las elogió de buen humor. Vivíamos
medianamente cerca del supermercado. Coicidimos sobre algunos restaurantes
recomendables de la zona. Cuando teminamos de pagar en cajas paralelas sabíamos
que era el turno de la despedida. Con soltura me preguntó si conocía el Huppé, un
bar donde tocaban música del que yo solamente había oído hablar. Me dijo sin
presumir que conocía al dueño, que si quería podía ir esa noche a oír tango, él
me haría pasar. Me aclaró que fuera con quien yo quisiera, sola incluso. Una
sonrisa allanó la despedida. Si querés date una vuelta hoy, repitió, para
reforzar que la invitación era sin compromiso.
A
la noche fui al bar. No lo dudé mucho, ir a chusmear no me implicaba en nada.
No pareció sorprenderse cuando me vio desde la barra. Sonrió, más cálido que en
el consultorio, y le hizo una seña a la recepción para que me dejaran pasar.
Tomamos un vino mientras sonaba la banda en el fondo. Me estaba divirtiendo, y
él parecía disfrutar de mi alegría. Conversamos en el descanso de la música, y
después de la presentación. Ya estábamos ablandados por la duración del
encuentro, por el dulzor del vino. En un momento, tal vez a raíz del decorado
del bar, hice una observación trivial. Comenté que no me gustaban las fotos familiares exhibidas en las
casas, que me parecía absurdo detener un momento joven y feliz para
contrastarlo con el sinuoso devenir del hogar. Coincidió en esto también, pero
hizo una salvedad. Los muertos.
Me contó que conservaba una foto de
su esposa muerta en el living. En ese momento sentí que habíamos cruzado un
umbral de intimidad. Sin proponérmelo, me sentía más cerca de él que de los
pacientes anteriores que me habían querido levantar, incluso del que logró
salir conmigo varias veces y una vez solos en mi departamento, luego de
desvestirse se puso de espaldas y me demostró que lo que buscaba de mí era un
masaje. Pero esta vez era distinto. El clima entre el viudo y yo duró hasta que
cerraron el bar. Cuando salimos a la calle, me costaba pensar que cada uno se
iría por su lado. Tocar algo de su pasado era como haberlo rozado a él. Accedí
a acompañarlo a tomar un café a su casa. Caminamos en silencio por las calles.
Unidos por la complicidad.
Subimos. Era en un tercer piso al
frente. Por las persianas mal cerradas se filtraba el alumbrado de la calle y
contorneaba el interior del living en monocromo. No encendió la luz, me invitó
a sentar en un sillón pálido y se fue a la cocina a preparar el café. Cuando
estuve sola busqué la foto de la difunta entre los objetos que habitaban la
sala. Me pareció ver un marco en un rincón, sobre una mesita esquinera, justo cuando él
reapareció con una bandeja. La apoyó a mi alcance, en la mesa ratona, y prendió
una lámpara. La luz cayó sobre el café humeante, las revistas, la alfombra
hasta las orillas, las baldosas opacas, los pliegues de las cortinas, la mesita
oscura que subía por los nudos de la madera hasta el portarretrato. La foto,
cuyo tamaño podía hacerla pasar por alto, era la que buscaba: el retrato había
sido tomado con su protagonista ya muerta, entre las flores del velorio.
Para recobrarme tomé el café con
exageradas cucharadas de azúcar. En la foto está muerta, le tuve que decir.
Claro, si está muerta, contestó. No era el espectro del pasado que yo había
esperado operando en su vida de viudo. Era la difunta gobernando como tal. Supe
que me temblaban las manos por el ruido de la cucharita. Dejé plato y pocillo
en la mesa ratona. Me paré, tomé aire, abrí una ventana. Estaba sofocada por el
vino, estaba cansada. Le pregunté por el postrecito que lo había aflojado.
Sonrió, más triste que en el bar. Ella odiaba ese yogur, dijo.
4 comentarios:
Qué bien Camel.
Estupendo.
Muy bueno... me encantó el final.
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