El viento movía los árboles y la
enredadera. Los pétalos caían y, aleteando, ensayaban un vuelo irregular y
fucsia. Se posaban en el ligustro y después en una mano blanca, casi
transparente, que exhibía sus venas sin pudor. Una estatua de una sílfide observaba,
con los brazos levantados y la espalda arqueada, un atardecer gris, mientras un
chorro de agua salía por su boca. En el fondo, los árboles pelados dirigían sus brazos
retorcidos hacia el cielo, como un brote de locura. Todo, en breve, nace y muere.
1 comentario:
Sumamente bello, Francis.
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