Había reservado una mesa para dos, tercera fila, cerca
del escenario de instrumentos amontonados al fondo del pasillo. Tenía tiempo
para el recorrido hasta el club, pero sobre la distancia abstracta que me
separaba del lugar se apoyaban el tráfico, los semáforos, la dificultad para
estacionar, eso me fue poniendo un poco nervioso, supuestamente iba hasta ahí
para relajarme. Llegamos justo antes de perder la reserva a subir la escalera y
entrar a ese club angosto que me gustaba tanto, enfilamos hacia el piano,
caminamos entre la barra y la gente hasta nuestra mesita. Ya sentado, miré un
poco el lugar, un edificio viejo seguramente, porque a pesar de la ambientación
neoyorquina y la luz tenue se sentían los techos altos del antiguo Palermo y
las ventanas grandes con marco de madera, y en sus cuadrantes de vidrio podía
ver las copas de los árboles iluminados, y olvidar un poco que al fondo del
club y escaleras abajo estaban la calle y los semáforos y el tráfico. Y me
gustaba mucho el ambiente particular, un espacio inventado y aislado, las
ventanas y los árboles lo devolvían a su intimidad, lástima que era medio cool,
eso me incomodaba, y me interrogaba por los precios.
Pedí el vino más barato, nos iba a durar durante todo el
espectáculo, dije, mejor que un trago para cada uno. Estaba frío. Debía ser
para ocultar sus defectos, dije o pensé, o porque el único que les quedaba
estaba en la heladera, o lo que fuera. Empezó la música. Me gustaba, jazz
sentimental, con cuerdas y todo, una picardía el vino, eso me pasaba por rata, por
fin de mes, evaluaba mientras veía a los músicos, su juego de esfuerzos. Con
otro vino hubiera disfrutado más, aunque seguro se hubiera acabado más rápido;
me consolaba esa propiedad de nuestra bebida de no dejarse tomar con gusto, de
rendir toda la noche. Al trompetista ya lo había visto con otras formaciones,
más experimentales, con mejores vinos en aquellas oportunidades. A mí me
gustaba el jazz simple, rítmico, bop con movimiento de pies, fácil al paladar, mila
con fritas. Aunque bueno, siempre me daban ganas de ir a ver qué proponían. Lamentaba que el lugar era medio cool, y
bastante snob. Cuarenta, sesenta personas atentas a una música trabajada que
estaba de espaldas, había que pedirle permiso para adentrarse, darse una vuelta
por su estructura interna, reconocer sus ambientes, dejarse llevar por ese
espacio vacío y luminoso, como departamento en alquiler. Cuarenta, sesenta personas, todo
el público en una pose ridícula, me molestaba la concentración de los músicos, me
empecé a odiar por estar ahí.
Todos atentos menos la mina de la mesa de al lado –las mesas estaban muy juntas- que empezó a hablar fuerte en un inglés porteño con su amigo extranjero y empezó a monopolizar mi irritación. Mi mujer la miraba de reojo, pero la mina no se enteraba o no se hacía cargo de la mirada. Los dos tipos de la mesa que estaba adelante de la mina –los veía en diagonal, bastante cerca- se miraron para certificar que una voz jodía desde atrás, uno se dio vuelta incluso –estaba apoyado contra la pared-, pero nada, arqueó los hombros, le sonrió con censura cómplice a mi mujer y se volvió hacia el escenario, intentando abandonar el asunto. La mina finalmente se calló y fue como devolverme el malestar, dejármelo en la mano sin que lo pudiera soltar en ningún lado. La música siguió un rato, pude prestarle algo de atención, soportar los solos, disfrutar incluso, salvo cuando presentaron a los músicos, la rutina absurda del puro aplauso, una vanidad automatizada y aburrida en los ojos del trompetista líder que duró hasta que volvió a soplar su instrumento y recuperó el entusiasmo.
Todos atentos menos la mina de la mesa de al lado –las mesas estaban muy juntas- que empezó a hablar fuerte en un inglés porteño con su amigo extranjero y empezó a monopolizar mi irritación. Mi mujer la miraba de reojo, pero la mina no se enteraba o no se hacía cargo de la mirada. Los dos tipos de la mesa que estaba adelante de la mina –los veía en diagonal, bastante cerca- se miraron para certificar que una voz jodía desde atrás, uno se dio vuelta incluso –estaba apoyado contra la pared-, pero nada, arqueó los hombros, le sonrió con censura cómplice a mi mujer y se volvió hacia el escenario, intentando abandonar el asunto. La mina finalmente se calló y fue como devolverme el malestar, dejármelo en la mano sin que lo pudiera soltar en ningún lado. La música siguió un rato, pude prestarle algo de atención, soportar los solos, disfrutar incluso, salvo cuando presentaron a los músicos, la rutina absurda del puro aplauso, una vanidad automatizada y aburrida en los ojos del trompetista líder que duró hasta que volvió a soplar su instrumento y recuperó el entusiasmo.
Descanso de diez minutos, otra copa del vino flojo,
quesitos y pan. La mina y el extranjero bajaron a la calle a fumar, dejaron la
cartera en la silla, dos porrones llenos de cerveza sobre la mesa. Adelante nuestro
había una pareja que no molestaba, recién supe que estaban cuando el tipo fue
al baño y los de la mesa diagonal le hablaron a la mujer que quedó sola. Volvió
el tipo del baño y mientras se sentaba lo participaron un poco de la charla,
pero ya dándole cierre a la conversación. Me parecieron un poco desubicados.
Sobre todo porque no hacían nada llamativamente ofensivo, estaban bordeando el
límite de lo incorrecto, pero siempre del lado de adentro, me empezaron a caer
mal. Mientras charlaban entre ellos se dieron cuenta que la pareja había dejado
los porrones huérfanos. Se sirvieron uno, rápido, devolvieron la botella
vacía junto a la que no tocaron y se sentaron de cara al escenario, muy firmes de espaldas al porrón robado. Cuando volvió la pareja, empezó la segunda
parte de la música.
Me distraía de nuevo, pensaba que eran dos grandulones
orillando los treinta años, dos boludos. Empecé a tenerles bronca. Imaginaba
una situación tensa a la salida: un comentario fuera de lugar, un intento de
propasarse con mi mujer. Me involucraba en mi reacción violenta, un empujón por
las escaleras, un gancho al hígado, me dejaba llevar por los sucesos
escalonados que me estaba inventando mientras sonaba la música: estaba mareado
de ira, bien constipado de bronca, vaciada la conciencia en toda esa furia narrativa,
olvidé la calamidad del vino que todavía tenía que pagar, estaba emocionado, quería
llorar, la estética trascendental sucediendo, la provocación saldada con
desmesura, la figuración extática de la humillación, una grieta que desgarraba toda
mi vida y filtraba gotitas con burbujas, un ruido de algo que se abría, o se
cerraba, no importaba, algo que se modificaba para siempre, en la eternidad de
ese momento total, cómo decirlo, un motor, un aire acondicionado cuyo ruido
sólo era reconocible en el momento de alivio en el que se apagaba y dejaba
silencio.
Pero el vértigo, con el correr de la música, se fue aplacando.
Pero el vértigo, con el correr de la música, se fue aplacando.
Los dos amiguitos estaban de frente a la banda, de
espaldas a la pareja, cuando la mina se inclinó y les preguntó por el porrón lleno
que faltaba. Ellos, predeciblemente, fingieron sorpresa. Pude imaginarme el
enojo de la mina. Ya sé que antes me molestaba ella, pero pude entender que le
arruinaban la noche. Pasaban los temas, yo seguía inquieto, algo me había
pasado, algo me había alcanzado, mientras tomaba mi copa, pasando por toda la
gama del odio, la crueldad fría, el pataleo caliente. Al rato, uno de los
amigos de la mesa diagonal se levantó y trajo cervezas. Tres porrones. Uno era
para la mina y el extranjero. Les explicaron que les tentó la gracia, que
perdón se le ocurrió a él, ella dijo no importa, hicieron las paces, se
distendieron, se sonrieron incluso, final feliz, qué bronca que tenía, ni
siquiera merecían mi odio, fue eso, un momento.
1 comentario:
Jaja muy bueno
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