28/3/14

La aventura de la belleza

            Había reservado una mesa para dos, tercera fila, cerca del escenario de instrumentos amontonados al fondo del pasillo. Tenía tiempo para el recorrido hasta el club, pero sobre la distancia abstracta que me separaba del lugar se apoyaban el tráfico, los semáforos, la dificultad para estacionar, eso me fue poniendo un poco nervioso, supuestamente iba hasta ahí para relajarme. Llegamos justo antes de perder la reserva a subir la escalera y entrar a ese club angosto que me gustaba tanto, enfilamos hacia el piano, caminamos entre la barra y la gente hasta nuestra mesita. Ya sentado, miré un poco el lugar, un edificio viejo seguramente, porque a pesar de la ambientación neoyorquina y la luz tenue se sentían los techos altos del antiguo Palermo y las ventanas grandes con marco de madera, y en sus cuadrantes de vidrio podía ver las copas de los árboles iluminados, y olvidar un poco que al fondo del club y escaleras abajo estaban la calle y los semáforos y el tráfico. Y me gustaba mucho el ambiente particular, un espacio inventado y aislado, las ventanas y los árboles lo devolvían a su intimidad, lástima que era medio cool, eso me incomodaba, y me interrogaba por los precios.
            Pedí el vino más barato, nos iba a durar durante todo el espectáculo, dije, mejor que un trago para cada uno. Estaba frío. Debía ser para ocultar sus defectos, dije o pensé, o porque el único que les quedaba estaba en la heladera, o lo que fuera. Empezó la música. Me gustaba, jazz sentimental, con cuerdas y todo, una picardía el vino, eso me pasaba por rata, por fin de mes, evaluaba mientras veía a los músicos, su juego de esfuerzos. Con otro vino hubiera disfrutado más, aunque seguro se hubiera acabado más rápido; me consolaba esa propiedad de nuestra bebida de no dejarse tomar con gusto, de rendir toda la noche. Al trompetista ya lo había visto con otras formaciones, más experimentales, con mejores vinos en aquellas oportunidades. A mí me gustaba el jazz simple, rítmico, bop con movimiento de pies, fácil al paladar, mila con fritas. Aunque bueno, siempre me daban ganas de ir a ver qué proponían. Lamentaba que el lugar era medio cool, y bastante snob. Cuarenta, sesenta personas atentas a una música trabajada que estaba de espaldas, había que pedirle permiso para adentrarse, darse una vuelta por su estructura interna, reconocer sus ambientes, dejarse llevar por ese espacio vacío y luminoso, como departamento en alquiler. Cuarenta, sesenta personas, todo el público en una pose ridícula, me molestaba la concentración de los músicos, me empecé a odiar por estar ahí.
            Todos atentos menos la mina de la mesa de al lado –las mesas estaban muy juntas- que empezó a hablar fuerte en un inglés porteño con su amigo extranjero y empezó a monopolizar mi irritación. Mi mujer la miraba de reojo, pero la mina no se enteraba o no se hacía cargo de la mirada. Los dos tipos de la mesa que estaba adelante de la mina –los veía en diagonal, bastante cerca- se miraron para certificar que una voz jodía desde atrás, uno se dio vuelta incluso –estaba apoyado contra la pared-, pero nada, arqueó los hombros, le sonrió con censura cómplice a mi mujer y se volvió hacia el escenario, intentando abandonar el asunto. La mina finalmente se calló y fue como devolverme el malestar, dejármelo en la mano sin que lo pudiera soltar en ningún lado. La música siguió un rato, pude prestarle algo de atención, soportar los solos, disfrutar incluso, salvo cuando presentaron a los músicos, la rutina absurda del puro aplauso, una vanidad automatizada y aburrida en los ojos del trompetista líder que duró hasta que volvió a soplar su instrumento y recuperó el entusiasmo.
            Descanso de diez minutos, otra copa del vino flojo, quesitos y pan. La mina y el extranjero bajaron a la calle a fumar, dejaron la cartera en la silla, dos porrones llenos de cerveza sobre la mesa. Adelante nuestro había una pareja que no molestaba, recién supe que estaban cuando el tipo fue al baño y los de la mesa diagonal le hablaron a la mujer que quedó sola. Volvió el tipo del baño y mientras se sentaba lo participaron un poco de la charla, pero ya dándole cierre a la conversación. Me parecieron un poco desubicados. Sobre todo porque no hacían nada llamativamente ofensivo, estaban bordeando el límite de lo incorrecto, pero siempre del lado de adentro, me empezaron a caer mal. Mientras charlaban entre ellos se dieron cuenta que la pareja había dejado los porrones huérfanos. Se sirvieron uno, rápido, devolvieron la botella vacía junto a la que no tocaron y se sentaron de cara al escenario, muy firmes de espaldas al porrón robado. Cuando volvió la pareja, empezó la segunda parte de la música.
            Me distraía de nuevo, pensaba que eran dos grandulones orillando los treinta años, dos boludos. Empecé a tenerles bronca. Imaginaba una situación tensa a la salida: un comentario fuera de lugar, un intento de propasarse con mi mujer. Me involucraba en mi reacción violenta, un empujón por las escaleras, un gancho al hígado, me dejaba llevar por los sucesos escalonados que me estaba inventando mientras sonaba la música: estaba mareado de ira, bien constipado de bronca, vaciada la conciencia en toda esa furia narrativa, olvidé la calamidad del vino que todavía tenía que pagar, estaba emocionado, quería llorar, la estética trascendental sucediendo, la provocación saldada con desmesura, la figuración extática de la humillación, una grieta que desgarraba toda mi vida y filtraba gotitas con burbujas, un ruido de algo que se abría, o se cerraba, no importaba, algo que se modificaba para siempre, en la eternidad de ese momento total, cómo decirlo, un motor, un aire acondicionado cuyo ruido sólo era reconocible en el momento de alivio en el que se apagaba y dejaba silencio.
          Pero el vértigo, con el correr de la música, se fue aplacando.
         Los dos amiguitos estaban de frente a la banda, de espaldas a la pareja, cuando la mina se inclinó y les preguntó por el porrón lleno que faltaba. Ellos, predeciblemente, fingieron sorpresa. Pude imaginarme el enojo de la mina. Ya sé que antes me molestaba ella, pero pude entender que le arruinaban la noche. Pasaban los temas, yo seguía inquieto, algo me había pasado, algo me había alcanzado, mientras tomaba mi copa, pasando por toda la gama del odio, la crueldad fría, el pataleo caliente. Al rato, uno de los amigos de la mesa diagonal se levantó y trajo cervezas. Tres porrones. Uno era para la mina y el extranjero. Les explicaron que les tentó la gracia, que perdón se le ocurrió a él, ella dijo no importa, hicieron las paces, se distendieron, se sonrieron incluso, final feliz, qué bronca que tenía, ni siquiera merecían mi odio, fue eso, un momento.

1 comentario:

PAR dijo...

Jaja muy bueno