El estómago se me fue por la
boca en un parto sangriento, y el corazón cayó seco y redondo hasta la arena
del vientre. Mi mente voló atada a una lechuza gris: se posaron juntas en una
piedra recubierta de musgo. El borde de mi cuerpo, la piel –floja, blanda–, tembló cada
vez que la lechuza giraba su máscara sonriente.
Gritó el ave, y el brazo del gran
árbol azul sobre mi cabeza se quebró. Lo celebró una campana en el cuello rugoso de una
mariposa ciega, sin alas. Las hojas suaves pidieron silencio, titilantes,
casi verdes.
Fue en ese preciso momento en
que el espíritu negro de la selva se sentó adentro mío, llorando. Mis ojos se pusieron de pie y vi
troncos y ramas de palabras naranjas, revueltas, con frío, y en el hueco entre
ellas puñados de gordas lombrices, mojadas y oscuras, que temblaban brillantes.
La selva se largó a llover: plantas en gotas ínfimas y gruesas, hilos de savia, vegetales vertientes. La
selva empezó a aullar, comenzó a sacudirse, a arrojar golpes
violentos al aire, en todas las direcciones. Imploré ayuda, pero la lechuza se había
ido y mi conciencia intentaba arrastrarse –repleta de miedo– desde la piedra
hacia mí.
La mano poderosa de un río
marrón me llevó hasta su lomo y una catarata cantante se sumergió en mi
garganta. El sol me abrió los párpados. Mi corazón volvió a latir, amarillo, y
las raíces de las uñas de mis huesos crecieron. Las hormigas cruzaban mi
cuerpo, impasibles, cuando la lechuza gris clavó sus garras en mi espalda.
Entonces me estremecí y pensé
pensá, sin huir.
1 comentario:
Excelente. Me gustó mucho. Me dejó un poco atónito el final...
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