La luz ahogada del farol balanceándose entre la cortina de agua
y las nubes espesas iluminaba poco el andén de la ínfima estación donde el tren
se detuvo, casi ciego, entre chirridos, silbidos, bufidos, y un fuerte sofión,
para ya no seguir. El guardia explicó que esperarían a que el clima mejore
–tempestad espantosa, repitió más de una docena de veces.
A esa altura del recorrido solo quedaba un puñado de pasajeros
dispersos. Cada uno se resignó a su modo: hundiéndose en las camas o en los
asientos, en los periódicos o en las ventanas, en el baño o en el bar.
El forastero no lo dudó ni un instante. Se abrochó hasta el
último botón del gabán, se puso la maleta sobre la cabeza y se lanzó al
temporal. Caminó un par de cuadras de asfalto escurrido, se puso debajo de un
toldo empachado y fumó un cigarrillo en parte húmedo y en parte mojado: por
entero asqueroso.
Después fumó otro, algo mejor, pero los labios azules y los
dedos tiritando casi no le permitieron sentirlo –lo fumó con los ojos.
Ya había visto la luz anaranjada respirando a través del vidrio empañado y de la gruesa cortina violeta, a unos metros a la izquierda, en la otra vereda. Cruzó, se volvió una vez más a la oscuridad de la noche, giró resignado el picaporte de hierro y entró.
Ya había visto la luz anaranjada respirando a través del vidrio empañado y de la gruesa cortina violeta, a unos metros a la izquierda, en la otra vereda. Cruzó, se volvió una vez más a la oscuridad de la noche, giró resignado el picaporte de hierro y entró.
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