Me
levanto, me baño, me cepillo, me peino, desayuno como todos los días. Mentira.
Claro que todos los días hago lo mismo, pero nunca me lo planteo de ese modo al
despertar, creo que en ese caso me faltarían fuerzas para levantarme. Ahora que
reconstruyo este día tan raro para mí, ahora con el día concluido es lícito
pensar que me levanté como de costumbre, que la mañana era ordinaria y sin
mayores augurios, salvo alguna novedad en la vacante del juzgado, la esperanza
de un mínimo indicio que sí ocupó seguramente mi atención mientras tomaba mi
café instantáneo.
Vamos
de nuevo. Me levanto, me voy desenroscando los “proveer de conformidad”, los
“será justicia” del último sueño –cuando estoy estresado me paso de rosca-,
dejo correr el agua fría hasta que un milagro vierte calor por la ducha, me voy
despertando, recuerdo fragmentos de la conversación de anoche, todos hablando
que este país es una joda, que son todos unos chantas, que la justicia tarda y
todos en tribunales son unos vagos, como los del registro civil pero con
soberbia en lugar de desidia, como si fueran la gran cosa, la estirpe elegida
para custodiar el fuego sagrado, y en verdad lo único que hacen es acumular
problemas en cajones inaccesibles. Recuerdo la imagen: el avaro tradicional
esperando la muerte, con un arma apretada y transpirada en la mano, sentado en
la cima de un montón de casilleros apilados, encumbrado en su insólita riqueza
de oficios no despachados. La imagen que hizo reír a mis ex compañeros de la
facultad; todavía los aprecio, pero ya no me siento tan cercano, ellos con sus
departamentos, sus autos, sus progresos en el estudio del padre, sus posgrados
en Estados Unidos. No. Imposible pensar en eso en una ducha de tres minutos.
Acaso habré pensado en Andrea, en el ascenso, la ropa sucia. Entonces fue
después, esperando el tren, acaso en las distracciones de la mesa de entradas.
Salí
para el trabajo: camino siete cuadras hasta la Estación Rivadavia. Espero el
tren, me acomodo el saco, hace calor. Se atrasa el tren, me inquieta el
horario, es fundamental hacer buena letra. Siempre llego primero, pero ahora es
indispensable. Me entretengo con las inscripciones en la pared. Una me llama la
atención:
Haiku:
Trillan el
puente
Autos y
metáforas
De humo, de
gris
Releo
los versos. Espero el sabor. Nada. No termina de tener sentido, es exactamente
la misma sensación que tengo cuando giro y miro el puente ahí arriba, y veo los
autos que pasan arriba del puente gris que está arriba de la estación gris. De
acuerdo, es todo gris, el puente, las columnas, el andén acá abajo. Eso no
significa nada, ni siquiera es absurdo. Llega el tren y aborta un pensamiento a
la deriva.
Llego
al trabajo diez minutos antes, con culpa por la ansiedad. Resuelvo salir de mi
departamento quince minutos antes a partir de ahora para evitarme los nervios,
la irritabilidad del viaje que se me va cuando llego y veo todo en orden, es
decir, vacío. Ahora van apareciendo mis compañeros, ya busqué agua caliente
para el mate. Lucrecia trae bizcochos de grasa de la panadería. Entonces se
acercan los policías para saber si necesitamos notificar algo. Manuel les
ofrece bizcochos, mate y los chistes de rutina: cuando hay desayuno, Víctor es
muy servicial –aunque le decimos Maidana, a los policías les decimos por el
apellido. Hay buen humor y poca gente cuando abrimos, así que los despachos
salen rápido y mientras charlamos con los abogados jóvenes, los procuradores,
los policías y nosotros, los judiciales. (Para los imputados, nosotros es un
ellos más amplio: policías de uniforme –Maidana y Cevallos- y policías de civil
–Lucrecia, Manuel, yo).
Maidana
y Cevallos desaparecen, en el juzgado empiezan las colas: algunos impacientes
que nos miran con bronca, algunos impacientes que nos endulzan con buen trato
–incluso medialunas- para recibir una atención preferencial, algunos
resignados, algún que otro que espera sin emociones –como debería ser a veces,
pero a veces el que no llora no mama.
Cumplo
mi deber en silencio. Pensativo. Para Lucrecia, por el ascenso. Para Manuel,
alguna minita; Andrea, seguro, dice Lucrecia. Nada, digo, estoy cansado. Se cierra la atención al público. No
me viene a llamar el secretario. Es el juez en persona, con su pretenciosa
intención de que lo traten como a uno más, nada de fórmulas ridículas para
relacionarse con él. Eso me dificulta el trato, me obliga a medir mi cortesía.
Si quiere ser uno más, que me cambie el puesto, diría Manuel. El juez me dice bajito que
hay buenas noticias para mí, que no le diga a nadie, que el viernes se
oficializa, me hace un gesto desconcertante y se va. Ahora me toca disimular lo
imposible, Lucrecia y Manuel vieron el intercambio clandestino. Me quieren
arrancar una declaración, pero saben que no puedo hablar, se contentan con una
sonrisa incómoda y me empiezan a felicitar a su manera, me preguntan si no me
voy a avergonzar de ellos cuando sea su superior. Un detenido contempla la
escena, la sigue cómplice, pero su orgullo le obtura la sonrisa y adopta una
pose de desprecio.
Nos
despedimos. Manuel se enoja, me dice que debería estar contento, me obliga a
una alegría efusiva. Levanto ligeramente los hombros y con eso trato de explicarle,
o no, no le explico nada, esto lo voy pensando a la vuelta, Manuel ya quedó en
la puerta del juzgado, voy pensando después entonces que recibí la noticia que
quería, pero mi reacción no la había previsto. Ciertamente no es un estallido de gol. Es un anuncio significativo, pero falta todavía todo el largo trámite en el ministerio, el lento cambio de hábitos. Llego a casa y paso la tarde caminando sin rumbo por la sala, tomando mate, tratando de evaluar mis sensaciones, un poco desorientado. Sería más fácil reaccionar indignado a un imaginario ascenso de Manuel -suponiendo conspiraciones y negligencia-, ya estaría experimentado para disimular mi envidia si la elección era para Lucrecia -primero maldecirla a ella y a los valores del trabajo y después reconocer íntimamente que también lo merecía-, pero estaba en un terreno nuevo, y no estaba ni siquiera decepcionado. El ascenso es una promesa, el momento insípido e incómodo de tomar un analgésico y esperar una magia difícil de asimilar. Por el momento es una abstracción intangible, más vívido era cuando lo imaginaba en el tren, o antes de ir a dormir. Me aflojo la corbata porque estoy cansado. Sí, más intenso era imaginar el reconocimiento en el trabajo, un mejor sueldo, algo tonto como una moto o una camisa, pero sobre todo sacarme de encima la preocupación permanente que me impedía disfrutar. Todo ese desahogo ahora me parece relativo. Parece tonto, pero extraño esas divagaciones de los deseos, esas charlas íntimas con Andrea. Andrea... creo que hoy había quedado en encontrarla a la salida del trabajo. Debe estar furiosa.
1 comentario:
Jajaja
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