Los mercenarios perseguían a la presa hacia ya media hora: demasiado
tiempo para una sola víctima.
Las
armas y los trajes protegían a los esbirros de los ataques, la radiación y las
enfermedades, pero los convertían en seres extremadamente lentos y torpes. La
persistencia triunfó al fin, sin embargo, y lograron acorralar a la pieza
contra las viejas torres de roca y acero, en un claro del sudeste.
Un río
caudaloso corría a pocos metros. Manaba de las torres y se perdía entre la
espesura violeta del bosque. El color negro y anaranjado del agua indicaba una
elevada dosis de contaminación. Cualquier adulto se hubiera arrojado de todas
formas, para preservar su orgullo de manera suicida. Claro que no buscaban
presas grandes, salvo en períodos de escases extrema o demanda inusitada.
El
niño, de unos siete años, chilló cuando el viejo lo levantó de una pata. Bajo
la luz verde de la luna parecía un duende siniestro.
–¿Cómo
te llamás? –le preguntó el miliciano, con crueldad, utilizando el idioma
rudimentario de las tribus del bosque.
–Lucterio.
–Vamos,
Kunle, se nos pasa la noche –lanzó uno de los jóvenes, impaciente y desafiante.
Kunle,
que no estaba dispuesto a enfrentarse al fornido Jaim, a menos que fuera
indispensable, despellejó al niño desplegando toda su experiencia y habilidad. En
casi tres minutos, la piel intacta se encontraba sobre una manta y el cuerpo,
temblando aún por los reflejos musculares, sobre otra.
Ataron
el botín y emprendieron la vuelta al campamento de la empresa.
–Demasiado
tierno para el estofado –arriesgó Jaim, antes de salir del bosque, intentando
descomprimir la situación.
–Es
verdad –consintió Otón, el otro joven, más tímido.
El
alarde de pericia había logrado su objetivo. Sin decir nada, Kunle envolvió el
cuerpo en una manta adicional y lo escondió en un tronco hueco. A los
superiores les dirían que se había perdido irremediablemente en el proceso de
limpieza. Los jóvenes aún tenían que aprender, lo que implicaba algunos costos
aceptables.
Al
regresar al bosque, con el último resplandor del atardecer, asarían la presa en
secreto. Antes tendrían que robar un poco de neutralizante esbénzico. Toda esa
complicidad, calculó Kunle, los uniría a otro nivel.
***
Semidormido,
Octavio observó a la Tierra elevarse desde el vértice del ventanal hasta su
centro. El color negro rojizo y la estela turquesa hacían del panorama una delicia.
Un
onorak pidió permiso y le quitó las vendas con sumo detenimiento, una a una.
Luego le mostró su propio rostro en un espejo ovalado.
–Estupendo
–dijo Octavio, con su típica sonrisa infantil y un brillo opaco en lo profundo
de la mirada mortecina.
El
onorak rió, mostrando cada uno de sus noventa y dos filamentos rosados: en un
rato saldrían de festejo.
La Tierra se movió rápidamente. En el ventanal solo quedaba el oblicuo chorro violeta surcando el cielo, como una gran sonrisa de onorak con sobrepeso.
La Tierra se movió rápidamente. En el ventanal solo quedaba el oblicuo chorro violeta surcando el cielo, como una gran sonrisa de onorak con sobrepeso.