28/4/15

La edad de la piel

Los mercenarios perseguían a la presa hacia ya media hora: demasiado tiempo para una sola víctima.
–Borrego escurridizo, más le vale que lo valga –se quejó el más viejo, amenazante.
Las armas y los trajes protegían a los esbirros de los ataques, la radiación y las enfermedades, pero los convertían en seres extremadamente lentos y torpes. La persistencia triunfó al fin, sin embargo, y lograron acorralar a la pieza contra las viejas torres de roca y acero, en un claro del sudeste.
Un río caudaloso corría a pocos metros. Manaba de las torres y se perdía entre la espesura violeta del bosque. El color negro y anaranjado del agua indicaba una elevada dosis de contaminación. Cualquier adulto se hubiera arrojado de todas formas, para preservar su orgullo de manera suicida. Claro que no buscaban presas grandes, salvo en períodos de escases extrema o demanda inusitada.
El niño, de unos siete años, chilló cuando el viejo lo levantó de una pata. Bajo la luz verde de la luna parecía un duende siniestro.
–¿Cómo te llamás? –le preguntó el miliciano, con crueldad, utilizando el idioma rudimentario de las tribus del bosque.
–Lucterio.
–Vamos, Kunle, se nos pasa la noche –lanzó uno de los jóvenes, impaciente y desafiante.
Kunle, que no estaba dispuesto a enfrentarse al fornido Jaim, a menos que fuera indispensable, despellejó al niño desplegando toda su experiencia y habilidad. En casi tres minutos, la piel intacta se encontraba sobre una manta y el cuerpo, temblando aún por los reflejos musculares, sobre otra.
Ataron el botín y emprendieron la vuelta al campamento de la empresa.
–Demasiado tierno para el estofado –arriesgó Jaim, antes de salir del bosque, intentando descomprimir la situación.
–Es verdad –consintió Otón, el otro joven, más tímido.
El alarde de pericia había logrado su objetivo. Sin decir nada, Kunle envolvió el cuerpo en una manta adicional y lo escondió en un tronco hueco. A los superiores les dirían que se había perdido irremediablemente en el proceso de limpieza. Los jóvenes aún tenían que aprender, lo que implicaba algunos costos aceptables.
Al regresar al bosque, con el último resplandor del atardecer, asarían la presa en secreto. Antes tendrían que robar un poco de neutralizante esbénzico. Toda esa complicidad, calculó Kunle, los uniría a otro nivel.

***

Semidormido, Octavio observó a la Tierra elevarse desde el vértice del ventanal hasta su centro. El color negro rojizo y la estela turquesa hacían del panorama una delicia.
Un onorak pidió permiso y le quitó las vendas con sumo detenimiento, una a una. Luego le mostró su propio rostro en un espejo ovalado.
–Estupendo –dijo Octavio, con su típica sonrisa infantil y un brillo opaco en lo profundo de la mirada mortecina.
El onorak rió, mostrando cada uno de sus noventa y dos filamentos rosados: en un rato saldrían de festejo.
La Tierra se movió rápidamente. En el ventanal solo quedaba el oblicuo chorro violeta surcando el cielo, como una gran sonrisa de onorak con sobrepeso.

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