Aunque tuve otras opciones, me volví caminando. No lo determiné desde un principio, pero una vez que había hecho más de la mitad del recorrido, decidí seguir caminando. No llovía, ni había llovido antes, por lo que yo sabía, pero el asfalto de la calle estaba mojado, las baldosas de la vereda estaban cubiertas en toda su porosidad por una pátina resbalosa de agua. Mis pasos avanzaban tranquilos por la noche, iluminados por faroles coronados de bruma. En ese ambiente enrarecido me abandonaba al recuerdo del desarrollo reciente de la velada, recomponía los acontecimientos con fácil claridad, pero su pertenencia a un suceso terminado los volvía distantes.
Un portazo suave pero decidido me
había dejado afuera del edificio, y a ella del lado de adentro. El final de su
bufanda color salmón quedó del lado de afuera, trabado por la puerta que se
volvió a abrir escuetamente, lo suficiente para succionar la bufanda del lado
de adentro, y luego se cerró definitivamente. Podía imaginar su recorrido hasta
su departamento, su frustrado apoyar de llaves en alguna mesa modesta, su
desvestirse silencioso, quizás un trago del pico del jugo de la heladera, una
última estación en el baño, con la puerta abierta pero sin grosería, de todos
modos estaba sola, si le quedaba algo de ánimo podía todavía deshacerse del
maquillaje y ordenar la ropa para que al otro día, al despertar, no tuviera
rastros penosos de esta fallida noche.
Antes de cerrar la puerta ella me
había despedido, había concluido la cita con determinación, aunque sin llegar
al exabrupto. Un mejor me voy a dormir, chau, con una delicadeza que no pude
menos que reconocer cuando me quedé solo, un poco desencajado, frente a un
edificio que no conocía. Quizás las cosas se habían precipitado mal hacia el
final, cuando con razón, pero fuera de término, la acusé de haberse tirado un
pedo en el cine.
En el taxi que nos llevó del cine a
su casa ya era fácil percibir que se había roto la armonía. Hasta el taxista
parecía incómodo con el silencio espeso, y con el pretexto de la humedad y de
la necesidad de aire fresco, abrió la ventana en pleno junio, creo yo que para
romper esa complicidad y hacer entrar por una ranura todo el exterior de la
ciudad. Pero ya antes, en la calle, comenzó la trayectoria del distanciamiento
entre nosotros, cuando ella me preguntó si yo estaba bien, puesto que me habría
notado algo raro. Mucho menos expansivo de pronto, más seco aún que en el
obligado silencio de la sala de cine, donde habíamos cruzado algunas miradas,
tres sonrisas recíprocas bañadas por la luz de la pantalla y, en una
oportunidad, una llamada de atención con el codo por algún motivo accesorio.
La salida del cine fue confusa, al
menos para mí. Desde la puerta de la boletería hasta la esquina de la avenida
donde paramos un taxi, en un recorrido del que no podría determinar la
duración, ella comentaba la película con un entusiasmo que en otro momento yo
hubiera disfrutado, se inclinaba sobre una de las posibilidades que permitía el
final abierto. Yo pensaba si era
posible que se hubiera tirado un pedo en una primera cita. Ella, impulsada por
el fervor de sus propias palabras, no desconocía la trampa tendida por un
policial sin aparente resolución, pero argumentaba con detalles de una memoria
notable que, en toda la historia, incluso en la más pulida ecuanimidad en
la presentación de los hechos, nunca las distintas interpretaciones sugeridas
podían quedar empatadas en el relato, necesariamente una de las posibles tramas
tenía más peso que las demás y se imponía: para ella, el investigador privado
era víctima de su propia maquinación y ajustaba los elementos dispersos a su
plan desvariado. Por el mismo énfasis que me podría haber gustado, me
desorientaba que una exégeta minuciosa pudiera omitir la situación sucedida hacía
unos minutos, cuando en el pasillo del cine, creía yo, aunque no lo pudiera
asegurar, se había tirado un pedo. Por eso no hablé, respondí enajenado con algún gesto
vago sus palabras, fui desconsiderado con su vigor. No podría reprochar una
reacción adversa, un desencanto.
Cuando terminó la película, uno de
esos policiales que tanto me gustan, salimos por el pasillo opuesto al que
afluía el resto de la concurrencia, puesto que para generar un ámbito más
íntimo nos habíamos sentado contra un costado vacío. En la oscuridad del
pasillo nos guiaban unas luces ínfimas, colocadas a lo largo de la base de las
paredes, que giraban a la izquierda en lo que parecía ser un rodeo por debajo
del plano inclinado de las butacas. Esas líneas en un fondo negro no se
distinguían de la imagen de una pantalla, no había una composición de lugar, ni
siquiera certeza sobre nuestros cuerpos. Avanzábamos por un túnel sobre una
alfombra intuida bajo lo que deberían ser nuestros pies, y en ese momento en el
que parecíamos estar solos sucedió el sonido del pedo. Llegó a mis oídos el
corriente sonido de descompresión digestiva, una fricción que lleva a la
ineludible certeza de una válvula que se abre. No pude en ese momento
reaccionar como debía y seguimos caminando un trecho breve hasta toparnos con
el pasillo por el que se retiraba el resto del público. Una vez en el interior
iluminado del complejo de cines me lamentaba por no haber actuado con habilidad.
Una acusación en tono divertido hubiera causado una situación graciosa, donde
ambos nos hubiéramos reído, quizás ella lo hubiera negado, o podría haber reconvenido
para volverme a mí principal sospechoso. Esa circunstancia se podía manejar de
buen grado, de todas formas a ninguno le hubiera importado la realidad de los
hechos. Pero yo me había quedado paralizado, y quizás ella sabía que yo eludía
el tema, y se preguntaba quizás lo mismo, si acaso no habría sido yo.
En mi caminata por las calles
húmedas quise reponer la escena. Nos habíamos levantado de las butacas, con ese
extrañamiento de final de película que es como despertar, fuimos recuperando el
dominio de nuestros cuerpos, el recuerdo de nuestra situación, unos
desconocidos intentando agradarse, tuvimos la incertidumbre sobre nuestras
identidades, el misterio acerca de quiénes éramos hasta hacía unas horas, cuando
nos abandonamos a la anquilosis de la película. Luego, la memoria trabajando en
el ensamble de la personalidad, en la reanudación del pasado. Ahora, solo por la calle húmeda, no podía dar
fe de que en ese estado del espíritu el ruido fuera un pedo, y de que en esa
oscuridad proviniera de ella, puesto que no sabía si estábamos solos, ni
siquiera sabía con exactitud dónde estaba su cuerpo.
Desperté después de un sueño
plácido. La luz tenue amortiguaba la siempre desconcertante apertura de los
ojos. Me acomodé para dormir un poco más, pero una fricción desacostumbrada
en la textura de las sábanas, sumada a la inusual luz, me hizo calibrar la
vista. No pude hallarme con la primera impresión. Sin alarma, intenté
orientarme, busqué mi ventana a mi izquierda, mi mesa de luz a la derecha.
Evidentemente, no estaba en mi habitación. La cama era doble, escoltada por dos
mesitas idénticas con sus correspondientes veladores. El mobiliario consistía
en un sillón y una mesa. Las paredes ofrecían cuadros con motivos helénicos,
entre eróticos y mitológicos, de color pastel gastado, en concordia con el tono
del empapelado. Un televisor amurado, un aire acondicionado empotrado sobre una
ventana cerrada, al lado de la puerta, donde se distinguía un interruptor de
luz desmesurado para el pequeño ambiente. Empecé a sospechar. En el techo
colgaba un soporte con focos de distintos colores. Sobre la mesa de luz
encontré la evidencia que me libró de toda duda. Un breve menú de cafetería
plastificado y un catálogo de accesorios sexuales descansaban sobre un
teléfono. Desde el baño venía la luz.
Pensé entonces en otro final para el
día anterior. No había vuelto a casa, sino que había pasado la noche en un
hotel alojamiento. No recordaba gran cosa, habría sido un combate amoroso
medianamente predecible, derivado de un viaje expectante en taxi, posterior a
una conversación promisoria en la calle, engendrada seguramente por una
connivencia en el pasillo de la sala. Pero todo esto podía ser una
reconstrucción mía en retrospectiva. No quedaba resuelto el asunto del pedo.
Tampoco podía fiarme que la caminata solitaria hubiera sido un sueño, aunque
las escaleras señoriales, oscuras como turba irlandesa, serpenteando entre el
rocío de un parque inclinado, las sombras expresionistas proyectadas por
faroles húmedos, el enderezamiento de una torre colonial al fondo… lamenté la
irrealidad de una caminata extraña, pero sin dudas extasiada, sentí el breve
duelo de lo que nunca había sucedido.
Fui al baño. No la encontré a ella. Me hubiera parecido cortés de su parte evitar un
despertar conjunto, la incomodidad de sentirnos extraños, de volver a establecer
un espacio de confianza, recién nos conocíamos, no teníamos el hábito de
levantarnos y reconocernos. Pero de todos modos, como no recordaba con
exactitud, su presencia me hubiera bastado como evidencia. Todavía tenía que
despejar la incógnita. Abrí una bolsa plástica y utilicé un cepillo de dientes
descartable y un peine de plástico. Cuando salió agua por la canilla sentí que
profanaba una pulcritud. El piso brillaba, el inodoro tenía un precinto de
papel. Las toallas estaban dobladas. Volví a la habitación. Solamente la cama
estaba levemente deshecha. Mi ropa estaba doblada con prolijidad maníaca.
Empezaba a preocuparme, me atacaba la incertidumbre. Ningún rastro de ella.
Antes de retirarme, consideré que ella podría haber salido por algún motivo,
sin avisarme para no despertarme, y que quizás tuviera pensado volver en
cualquier momento, entonces abandonar mi posición en el intervalo hubiera
resultado censurable. Me sentía un idiota. No podía llamarla y exponer que
no recordaba el final, en cualquier caso hubiera hecho un personaje deleznable.
Me senté en el borde de la cama. Todo lo que veía a mi alrededor me persuadía de lo que había sospechado en el baño, que ella se había quedado en su casa. Acaso agotado por mi exultante caminata había parado a dormir acá. Busqué mi abrigo, solitario en el
perchero, ella no había olvidado su gorro, ni la bufanda color salmón que
aplastó con la puerta de su edificio y que rompió algo de la gracia de su
despedida. El recuerdo de la bufanda fue revelador.
Me puse mi abrigo y salí. Cuando
pasé por la recepción, el conserje debía ser del turno nuevo. No hizo ningún
gesto, ni de reproche ni de compasión ni de burla para el hombre solitario que
pasa una noche en un hotel alojamiento.
1 comentario:
Jajaja
Me gusta más.
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