Cuando me desperté el monstruo todavía dormía a mi lado.
Traté de incorporarme sin que el movimiento de mi cuerpo fuera delatado por los
resortes de la cama…
El monstruo apareció un día devorándose primero todos los
mosquitos, cucarachas escarabajos y otros insectos. Nos dimos cuenta porque
era pleno verano y no teníamos ni una sola picadura, ni habíamos tenido que aplastar ninguna cucaracha. Al principio lo tomamos como una buena señal. No había
motivos para preocuparse. Cuando mamá lo encontró lo vio comerse tres
cucarachas a una velocidad insólita. Y pese a que nunca había visto un monstruo
tan pequeño ni tan horrible, no lo mató. Le parecía útil. Sospechaba que debía
ser un insecto de estos nuevos parajes a los que nos destinaba mi padre.
Pero
el verano terminó y, con el caer de las hojas, el monstruo crecía. Un día había
dejado abiertas las alacenas: paquetes rotos, vacíos, hechos un bollo; frascos hechos
añicos (salsa de tomate salpicada por todos lados), potes abiertos y lamidos
hasta el hartazgo. El monstruo crecía y crecía. Tenía un tamaño tal que ya daba
impresión matarlo (nos habíamos dejado estar). Íbamos a necesitar una escopeta
o un arpón. ¿Pero de dónde sacar algo así? Y con la duda fue peor, creció más,
mucho más.
La primera víctima fue el perro, después mi hermano Luis,
finalmente papá. Ya no sabíamos qué hacer con el monstruo. Estaba sentado en el
sillón mirando la televisión y seguía engordando. Si no le llevábamos comida
rápido nos amenazaba con matarnos y comernos. Nos arrojaba las latas de cerveza
vacías. Un día hasta le dejó a mamá un ojo morado. Mamá lloraba y decía que ese
no era el monstruo tierno y dulce que nos liberaba de los mosquitos y las
cucarachas, sino que ese era un monstruo monstruoso, horripilante, un monstruo
horrible y cruel.
Tratamos de buscar ayuda, pero fue un fracaso. Nos tomaban
por locos. Era tan feo y trucho de aspecto, nuestro monstruo, que pensaban que
las fotos y videos eran inventos caseros.
Mamá finalmente desarrollo un plan, clásico: envenenarlo.
Cocinó por horas revolviendo su caldero, agregando verduras, frutas, semillas,
condimentos, pollos, vacas y conejos. Al ratito de darle de probar bocado se
puso gris y cayó al piso. Trató de agarrarla del tobillo, pero mamá dio una
patadita suave y se liberó. No nos acercamos a él durante dos días. Después lo
tocamos con una vara y nos dimos cuenta de que estaba seco y liviano como una
carcasa de crisálida.
Así de simple fue como murió. Pero nos dejó una enseñanza o
dos. La primera: ataca al monstruo cuando es pequeño; la segunda, nunca, pero
nunca lo alimentes.
5 comentarios:
Este es el -verdadero- tardío homenaje al centenario de Cortázar. Raro que hayas desplegado el microrrelato de Monterroso ("Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí"), cosa que harían varios, pero en tu caso significa que no pudiste reducirlo en una sartén, es un fracaso de tu brevedad. Me encantó, Francis, destilaste lo que amo de Julio. Más allá del título, nosotros lo vamos a recordar como el cuento "nos dejamos estar".
jajja... sólo leo resentimiento en tus palabras. Todavía le faltan unos pequeños ajustes. Todavía tengo hasta mañana a las 12 hs.
Me gusta la idea, pero le falta mucho...
Coincido Camel, muy Cortázar.
Genial Francis. Mucho qué le falta?
Según las nuevas reglas, te queda casi un mes más.
Vuelvo a leerlo un año después. Sí, me sigue gustando. Y sí, puede ser infantil también. Esa literatura tiene mucho para darnos. Supongo que no soy un robot, quizás un monstruo simpático.
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