Las tipas del bosque supuraban
una resina que no manchaba pero dejaba un olor persistente, inolvidable para
quienes lo conocen, el olor que deja un estigma en los niños que molestaron a
las tipas y sufrieron la humillación de sus escupitajos, como las estatuas son
disuadidas de su pretensión de inmortalidad por la caca de las palomas que
continuamente les recuerdan su frágil temporalidad. Bosque de tipas donde jugábamos y buscábamos
hongos hasta que Olegario se descompuso y casi se va del otro lado, que casi se
muere, quiero decir. Y en parte vio algo, pasó por alguna puerta de ese bosque
protegido por árboles babeantes, pero no por eso se quedó ahí, muerto, sino que
se recuperó en el hospital, le lavaron el estómago, al menos en parte volvió de
ese lugar donde estuvo, podría decir que amplió su campo de operaciones,
todavía más acá pero también un poco más allá. Otros consideraron que efectivamente
pasó del otro lado, pero no el salto frío al Hades sino que hizo el salto al
otro lado de la luna, o sea que se volvió un lunático, pero loco a secas, sin
volver jamás a este lado donde supuestamente estamos todos. En esa época se
volvió algo místico y quisquilloso, hubo que sacar de su vista los crucifijos
de la familia que mostraban a un Cristo ensangrentado, se tomaba más tiempo
para considerar la luz que ampliaba los espacios y estallaba en las flores, en
los tallos, en los pomos de las puertas, en el juego de sombras de los marcos,
en la duplicación del baño en el espejo. Más allá de ganar esta particularidad,
no se volvió definitivamente diferente, todos en el pueblo lo tomamos con
naturalidad, un cambio de personalidad que coincidió con el reptar lento del
tiempo que, visto desde ahora, pareciera que nos separa por un umbral de ese
pasado, y aunque es traslúcido y no está cerrado, tiene la luz enceguecedora
del mediodía y exige aislar los objetos para recordarlos en sus contornos. Es
decir, que Olegario, salvo sus lentos hábitos de ensimismamiento y de una
incapacidad para la charla que hacía que el resto le huyera para evitar la
incomodidad, cuando no el tedio de su compañía, más allá de eso no resultó en
algo extraordinario. De hecho, sabiendo las dificultades económicas familiares,
consintió, como uno de los herederos, en lotear el bosque y venderlo, y aceptó
con melancolía que la oferta de los chacareros para desmontar y sembrar era una
oportunidad indeclinable. Asumió el hecho, incluso tuvo ánimo para ir un mes
después a ver lo que habían hecho del bosque de tipas, fue a enfrentar la caída
del bosque mágico de la infancia y las alucinaciones y el susto. Pero esta
visita, según los que ya lo consideraban loco pero aceptaron su firma, lo
volvió definitivamente loco, estaba obsesionado con visitar el aserradero para
ver las manos de los trabajadores, entonces la familia se las arregló para
conseguirle alojamiento en la ciudad más cercana, San Antonio de Areco, donde
una enfermera lo atendía en un casco colonial que conservaba un pasado que
Olegario no había tenido pero podía imaginar y disfrutar. En esa estancia,
además de cuidarlo y darle de comer, le ofrecían un confitero lleno que le
permitía dormir el sueño plácido de los desmemoriados, aunque a veces, y esto
quizás era un efecto secundario de las pastillas que le daban o una secuela de
aquellos hongos, a veces, decía, escuchaba gritos y golpes que venían del
interior de la estancia, como si fuera una casa de locos, decía. Y cualquiera
que supiera que era un asilo le creería que estaba rodeado de perturbados si no
fuera porque luego hablaba de los troncos de las tipas, sangrantes y coronados
de espinas de sierra. Y decía que había visto sangrar a las tipas, y decía que
esta visión era producto de la confusión de las pastillas, que sabía que no era
posible tal visión de un bosque encantado profanado, y volvía sobre su deseo
implacable de visitar a los aserradores para comprobar que no habían perdido
ningún dedo en la deforestación, que no habían sangrado en los cortes de los
troncos, asegurarse que ellos no habían coronado de sangre ese altar del pasado
que eran los troncos ladeados sobre la hierba que empezaba a crecer porque ya
no tenía la resistencia de la copa de los árboles, ese altar que lo aterraba, mitad
a la luz del sol, mitad a la sombra de la noche que avanzaba.
2 comentarios:
Me gusta el narrador y el ritmo que tiene. No tanto la historia en sí.
La foto me suena familiar...
Publicar un comentario