Aurelio
Estivariz había hecho carrera como abogado, aunque su corazón estaba en la
filosofía, la matemática y la música. Se caracterizaba por no creer en lo
trascendente. No era agnóstico, mucho menos ateo. Siempre había sospechado que
la reencarnación era una opción más viable que el cielo o el infierno. Su
pensamiento era un poco falaz y selectivo. Por medio de la navaja de Occam
descartaba de plano a Platón y a la mitología cristiana, pero no a la influencia
de la filosofía trascendental proveniente de oriente.
Estivariz
había conocido a un alazán que lo miraba con odio y tenía la certeza absoluta
que se trataba de su profesor de matemáticas de primer año de la secundaria, el
señor Larraquy. En otra oportunidad un gato abisinio lo comenzó a visitar:
estaba seguro de que era su tía Alberta (la misma mirada, la misma forma
arisca). Estas fueron sus primeras pistas, pero no sólo veía este tipo de
manifestaciones en animales, sino también en humanos y en objetos. Karl Marx
empujaba un carro cartonero y pasaba por el frente de su casa todas las tardes;
Voltaire era una rata; Kant, un reloj. Por un momento, moralizó este fenómeno y
jerarquizó en una tabla de correspondencias. Los seres virtuosos se convertían
en seres nobles: hombres en ángeles; perros en hombres, caracoles en perros.
Los seres viciosos perdían su naturaleza. Humanos se transformaban en insectos
o en otros seres bajos. Esta teoría ni esta tabla eran novedosas, pero sí
funcionales.
Trató
de formalizar su investigación para comprobar su descubrimiento, pero fue un
fracaso. La falta de comprobación no le quitaba veracidad al asunto, aunque lo
hacía incomunicable e incomprensible para otros. Sin embargo, la fe lo llevaba
a creer en la razón. Estaba convencido de que las almas migraban hacia otros
parajes, pero no a lugares que estén fuera del mundo.
Aurelio
Estivariz murió en medio de su pesquisa. Había sido atropellado por un
colectivo, cuando cruzaba mal la calle. Sintió un dolor intenso y después, y
después, todo se volvió negro.
Cuando
abrió los ojos se dio cuenta que estaba en el partido de Rocha, en Uruguay.
Sus
manos eran más grandes, su pecho ancho y plano. Corrió a mirarse en el espejo.
Tenía una nariz delicada, cejas pobladas que, sin embargo, no perdían la forma,
y una suerte de península capilar sobre el centro del cráneo.
Lo
llamativo es que la misma conciencia que tenía previa a su muerte como
argentino, lo acompañaba. En la mayoría de los casos, la memoria quedaba tapada
y en las reencarnaciones sólo quedaban vestigios de las vidas pasadas. Aurelio
tenía plena conciencia. Entendió que había estado algo equivocado. Para ser
precisos: la muerte funcionaba como un viaje en el tiempo. Uno moría y se
trasladaba a otro cuerpo, a otro lugar, y a cualquier época. Pero la mayoría de
las veces la transmigración no se producía con un nuevo nacimiento. Sino que
era una invasión. Esto lo llevó a sospechar de la esquizofrenia, de la paranoia
y de las posesiones demoníacas. Fue una especie de chamán cimarrón y charrúa.
Cuando las personas sentían una presencia, un pensamiento opaco, caían enfermas.
Él se encargaba de comunicarse con los distintos espíritus que podían habitar
esos cuerpos y calmarlos. Fueron miles de casos los que “curó” con un placebo
(una mezcla de vinagre, ortiga, yerba mate y miel). Después murió como uruguayo
y le perdimos el rastro. Lo único que quedó fueron sus diarios y anotaciones.
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