28/3/16

El chamán

Aurelio Estivariz había hecho carrera como abogado, aunque su corazón estaba en la filosofía, la matemática y la música. Se caracterizaba por no creer en lo trascendente. No era agnóstico, mucho menos ateo. Siempre había sospechado que la reencarnación era una opción más viable que el cielo o el infierno. Su pensamiento era un poco falaz y selectivo. Por medio de la navaja de Occam descartaba de plano a Platón y a la mitología cristiana, pero no a la influencia de la filosofía trascendental proveniente de oriente.
Estivariz había conocido a un alazán que lo miraba con odio y tenía la certeza absoluta que se trataba de su profesor de matemáticas de primer año de la secundaria, el señor Larraquy. En otra oportunidad un gato abisinio lo comenzó a visitar: estaba seguro de que era su tía Alberta (la misma mirada, la misma forma arisca). Estas fueron sus primeras pistas, pero no sólo veía este tipo de manifestaciones en animales, sino también en humanos y en objetos. Karl Marx empujaba un carro cartonero y pasaba por el frente de su casa todas las tardes; Voltaire era una rata; Kant, un reloj. Por un momento, moralizó este fenómeno y jerarquizó en una tabla de correspondencias. Los seres virtuosos se convertían en seres nobles: hombres en ángeles; perros en hombres, caracoles en perros. Los seres viciosos perdían su naturaleza. Humanos se transformaban en insectos o en otros seres bajos. Esta teoría ni esta tabla eran novedosas, pero sí funcionales.  
Trató de formalizar su investigación para comprobar su descubrimiento, pero fue un fracaso. La falta de comprobación no le quitaba veracidad al asunto, aunque lo hacía incomunicable e incomprensible para otros. Sin embargo, la fe lo llevaba a creer en la razón. Estaba convencido de que las almas migraban hacia otros parajes, pero no a lugares que estén fuera del mundo.
Aurelio Estivariz murió en medio de su pesquisa. Había sido atropellado por un colectivo, cuando cruzaba mal la calle. Sintió un dolor intenso y después, y después, todo se volvió negro.
Cuando abrió los ojos se dio cuenta que estaba en el partido de Rocha, en Uruguay.
Sus manos eran más grandes, su pecho ancho y plano. Corrió a mirarse en el espejo. Tenía una nariz delicada, cejas pobladas que, sin embargo, no perdían la forma, y una suerte de península capilar sobre el centro del cráneo.
Lo llamativo es que la misma conciencia que tenía previa a su muerte como argentino, lo acompañaba. En la mayoría de los casos, la memoria quedaba tapada y en las reencarnaciones sólo quedaban vestigios de las vidas pasadas. Aurelio tenía plena conciencia. Entendió que había estado algo equivocado. Para ser precisos: la muerte funcionaba como un viaje en el tiempo. Uno moría y se trasladaba a otro cuerpo, a otro lugar, y a cualquier época. Pero la mayoría de las veces la transmigración no se producía con un nuevo nacimiento. Sino que era una invasión. Esto lo llevó a sospechar de la esquizofrenia, de la paranoia y de las posesiones demoníacas. Fue una especie de chamán cimarrón y charrúa. Cuando las personas sentían una presencia, un pensamiento opaco, caían enfermas. Él se encargaba de comunicarse con los distintos espíritus que podían habitar esos cuerpos y calmarlos. Fueron miles de casos los que “curó” con un placebo (una mezcla de vinagre, ortiga, yerba mate y miel). Después murió como uruguayo y le perdimos el rastro. Lo único que quedó fueron sus diarios y anotaciones.

  

No hay comentarios: