No
importa el linaje de un hombre que inventó su destino, ajeno a la seguridad de
un modelo en el que inspirarse. El caudillo Facundo Quiroga fue deliberadamente
impredecible, forjó sus acciones bajo el sino de un tahúr. Si el coraje es un
lujo, Facundo vivió en el esplendoroso derroche de la temeridad. Vestía poncho
y llevaba una larga barba. No deseaba simbolizar la tradición frente a la
levita ciudadana, la cara despejada de los ilustrados. Ocultaba sus brazos bajo
la lana tejida, mitigaba sus expresiones en la oscura barba. Su atuendo y
apariencia eran herramienta y seña del jugador. Había acumulado botines en los
campos de batalla y en las partidas de baraja.
En
Oncativo, la derrota frente al general Paz le enseñó a palpar lo que la humillación
enciende en los corazones. El deseo de venganza, el temor a verse nuevamente sometido.
El temor lo había gustado antes, en los llanos. Un tigre lo persiguió por la tierra
riojana, lo obligó a trepar un árbol a esperar la muerte. El tigre, en el
bestiario decimonónico de las Provincias Unidas, consistía en la morfología
feroz de un bicho que combina una cabeza de puma arenoso con un cuerpo de puma
dorado. Este tigre ya se regodeaba por su vencida presa, lamía el borde húmedo
de sus fauces sobre la costra seca de la tierra, centelleaban sus ojos
extasiados de deseo, cuando llegaron amigos de Quiroga a caballo y lo
enlazaron. Entonces Facundo bajó del árbol y vengó su pavor hundiendo su cuchillo
en el tigre atado, ganando en la última mano la partida. Estas experiencias
templaron su astucia.
Una vez
encontró a un oficial suyo propasándose en su autoridad, dando golpes a dos
jóvenes. Como castigo, Facundo intentó atravesarlo con su lanza, pero el
oficial logró empuñar la punta y retener la lanza en su poder. La devolvió con
mano ensangrentada a Facundo en signo de lealtad, y éste otra vez intentó
hendirla en el oficial. Se repitió el forcejeo, la victoria del oficial.
Nuevamente devolvió la lanza a su verdugo. Entonces Facundo mandó a atar al
oficial estirado en una ventana y mojó su lanza en la sangre caliente del
oficial hasta cerciorarse del final del juego. No sació un espíritu indómito y
ciego, cumplió con la obstinación simple de un jugador que no quiere perder.
En otra
ocasión, tomada la ciudad de Tucumán por las fuerzas del caudillo, unas
doncellas se acercaron, a pasos crepitantes sobre las hojas secas, al lugar
donde descansaba Facundo, salpicado de sol y sombra, tendido sobre su poncho, bajo
los árboles. En ese paraje idílico, las beldades pidieron piedad por los
oficiales prisioneros en la plaza de la ciudad. Facundo las escuchó. El temor
juvenil no encendió su lujuria, el candor de los ojos suplicantes no estimuló
su fantasía, las inocentes expresiones de esperanza no acariciaron su crueldad.
Facundo se mostró sereno e infundió en el conjunto de jovencitas la vana
ilusión. Luego de una hora de conversación sonaron las detonaciones lejanas en
el bosquecillo, huyeron las aves por encima de las ramas, y un Facundo
sonriente se excusó diciendo que ya no había nada que hacer, los fusilamientos
estaban consumados. La ocupación de Tucumán era una exigencia de una partida
más grande y no se podía arriesgar por emociones livianas como la compasión.
En
el llano porteño no entendió el juego y se sintió embotado. Odió la cultura, la
modernidad, la humedad. Se propuso una contienda más grande contra Rosas. Defendió en
sus últimos días la idea de una Constitución. Pensaba volver a Buenos Aires y
degollar al Restaurador de las Leyes y Conquistador del Desierto. Sabía que
sería su última mano. Cuando viera las ovejas en el camino, que ya empezaban a
desplazar a las vacas en las estancias bonaerenses, se dispondría a ejecutar la jugada.
Ordenó ir por Córdoba. Le advirtieron la traición de los Reinafé, sus
amigos de las provincias del norte le ofrecieron escolta. No tenía grandes
probabilidades a su favor, decidió como estrategia mostrar sus cartas. Iría
indefenso y convencería con su palabra a sus asesinos. En la última posta, un joven se acercó desde el bosque para avisarle que en Barranca Yaco lo esperaba la muerte. Inútil. Facundo tenía resuelto su juego, que requería audacia y arrojo.
Cuando sintió detenerse a los caballos y oyó que descuartizaban a la diligencia, asomó su cabeza desde el interior del carro. Con su voz atemorizó al grupo destinado a matarlo. Santos Pérez, doble literario de Quiroga, se acercó. Estaba rendido al influjo del caudillo, parecía seguir sus previsiones. Era el momento de zanjar el azar con la última carta. Santos Pérez reaccionó con el ímpetu incalculable de un jugador: disparó al ojo de Quiroga, desde una distancia tan corta que el fogonazo quemó la barba rizada de un Facundo ya muerto.
Cuando sintió detenerse a los caballos y oyó que descuartizaban a la diligencia, asomó su cabeza desde el interior del carro. Con su voz atemorizó al grupo destinado a matarlo. Santos Pérez, doble literario de Quiroga, se acercó. Estaba rendido al influjo del caudillo, parecía seguir sus previsiones. Era el momento de zanjar el azar con la última carta. Santos Pérez reaccionó con el ímpetu incalculable de un jugador: disparó al ojo de Quiroga, desde una distancia tan corta que el fogonazo quemó la barba rizada de un Facundo ya muerto.
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