Tuve
que ir a Capital por el fin de semana largo de carnaval. Le debía un favor a Franco.
Me pidió alojamiento en mi casa en la isla para tomarse unos días de
vacaciones, sabiendo que él, su pareja y yo no cabíamos todos juntos, ni en las
camas disponibles, ni en sus planes. Le expuse el razonable argumento de la
incomodidad, a lo que ofreció la solución que ya tenía planeada: me prestaba su
departamento. En definitiva, intercambiábamos domicilio por cuatro días. Acepté
sin ganas. Desde que me fui a vivir al Delta mantuve mis vínculos con la
ciudad, pero este tipo de situaciones era algo de lo que quería librarme para
siempre. No todo era tan malo: Franco, a quien estimo mucho, podía disfrutar de
una aventura moderada, y yo revalidaba mi derecho a contar con él, sobre todo
para pedirle plata, cosa que ocurría a veces. Además, me convencí de que sería
una oportunidad para disfrutar de los lujos de la gran ciudad.
El
sábado acomodé los últimos detalles de la casa, que ya había limpiado, y salí
en el bote hacia el puerto de Tigre, donde lo encontraría. Me acerqué por los
canales a tierra firme. Los ruidos de insectos y pájaros –a los que Franco
confunde con el silencio- fueron cambiando por ruidos de embarcaciones. En el
muelle me esperaban Franco y una chica con la que no tuve el espíritu de ser
amable ni siquiera cuando me dio las llaves de su auto –me habrá tomado por un
isleño huraño y hosco, aunque me crié en Colegiales hasta hace dos años-. Me
prometí ser más cortés a la vuelta. Ella –Celina- me dio las llaves del auto, Franco
las del departamento. Los ayudé a subir al bote, a ellos y sus infinitas
provisiones y equipaje para tan sólo cuatro días. En el auto pensé cómo el
asfalto aplastaba un terreno que debió ser similar al exuberante Delta, en
algún momento remoto: ahora, bajo el monstruoso peso de la construcción urbana,
si alguna desgracia mítica la removiera desde sus cimientos, por debajo de los
ladrillos y cemento y caños y túneles de desagüe y cableado y estaciones de
subte, debajo de toda esa gran piedra, pensé, sólo habría ciempiés, lombrices y
bichos bolita cobijados por su fresca sombra.
Dejé
el auto en la cochera subterránea. Subí. Me habían dejado comida, unas cervezas
frías, y unos papeles con contraseñas para acceder a todos sus
entretenimientos. Pasé todo el sábado viendo películas, con la persiana baja y
el aire acondicionado. A la noche, un ruido medieval llegó desde afuera. Abrí
la ventana y me asomé al balcón. Por la calle, allá abajo, pasaba una procesión
con antorchas y tambores. La revolución vista desde la ventana, pensé, hasta
que recordé que era carnaval y que no era más que un corso: busqué una cerveza
y miré el ritual desde arriba, primero irritado por la repetitiva percusión de
los tambores, después sosegado por la alucinante repetición de los tambores.
Las chicharras de la ciudad, pensé, eufórico, y me sentí, contra todos mis
pronósticos, feliz. Cuando terminó la murga se hizo un silencio similar al que
acontece cuando se callan los insectos. Todavía alegre, miré el resto del
paisaje por la ventana con más atención y descubrí recién en ese momento que el
balcón daba a la autopista. Varios carriles suspendidos en el aire, iluminados
y vacíos a esa hora. Podía ver el solitario recorrido de algún auto por unos
segundos. Atrás de la autopista, otros edificios, con algunas ventanas
iluminadas, y encima los tanques de agua, y encima el cielo porteño, escaso de
estrellas y enmarcado por la limitada perspectiva de un balcón, pero un cielo
nocturno inmenso y unánime. Antes de ir a dormir resolví pasar el resto de los
días recorriendo la ciudad como un turista.
Me
desperté el domingo con el entusiasmo de la noche anterior todavía fresco. Me
preparé el desayuno y postergué mis paseos para ver otra película. Después
demoré mi salida para después del almuerzo. Con la excusa del calor me quedé en
el departamento, revisando alternativas para visitar en la comodidad de una
pantalla. Después de una siesta, cuando ya me quedaba poco del día, me dije que
nada me apuraba, que podía dejar los planes turísticos para el lunes. Esa noche
sonó la murga otra vez, pero no salí a mirar, ni me impidió dormir.
El
lunes desperté con calor. Se había apagado el aire acondicionado. Poco tardé en
comprender que se había cortado la luz. Era el estímulo perfecto para salir.
Tuve que bajar por la escalera los ocho pisos y uno más hasta la cochera, donde
descubrí que sin corriente eléctrica no podía abrir el portón. No disponía del
auto. Resolví salir caminando, pero un vecino me aconsejó en la puerta de calle
que cargara agua: con el corte de luz, la bomba dejaba de funcionar y era
cuestión de horas que se vaciara el tanque y nos quedáramos también sin agua.
Subí los ocho pisos. El calor era bochornoso. Con fastidio llené de agua los
baldes y ollas que encontré. Volví a bajar. La calle estaba vacía, el feriado y
el calor no invitaban a exponerse al cemento caldeado. Sabía que podía tomar un
colectivo, caminar. Pero el calor y el fastidio me aplastaban. No disponía de
la imaginación necesaria para encontrar las alternativas que en cualquier otro
momento –el día anterior- se despliegan con claridad: el sol de media mañana me
ofuscaba y encandilaba. Volví al departamento, otra vez por la escalera,
resignado a una transpiración pegajosa. Pasé el resto del lunes embotado,
esperando que vuelva la electricidad. No volvió. A la noche sonó otra vez la
murga. Odié a Franco, y en él a Celina y toda la ciudad y este ingrato carnaval.
Como estuve dormitando todo el día, no tenía sueño. Comprobé que las cervezas
no estaban frías, y cerré rápido la heladera para conservar los alimentos en
ese hábitat aislado.
Solo
con ollas de agua, pasé la noche en el balcón. No entendía del todo mi furia.
Pese a la incomodidad, estaba acostumbrado a vivir en el Delta con servicios
precarios, soportando la humedad. Vivir así en la ciudad, por algún motivo, me
sublevaba. En la autopista tampoco había luz. Vi pasar autos que recortaban con
sus faros esa cinta oscura, a veces esporádicos, a veces en pequeños grupos,
descubriendo la línea punteada de los carriles en el asfalto que los suspendía
en el aire. Con el correr de la noche, empecé a sentir vértigo por la
inmensidad que pasaba desapercibida en mi retiro en la isla, por la profusión
inabarcable de diminutas vidas que cruzaban por la autopista. Cada auto que
pasaba iluminando el camino, con sus pasajeros en el interior oscuro, insinuaba
historias que se perdían para siempre por el borde del balcón. Insinuaciones
perversas, que no me sugerían nada concreto: ni de dónde venían, ni dónde iban,
ni quiénes. Y lo mismo me ocurrió con los edificios del otro lado: inmensos
bloques oscuros, bajo un cielo milagrosamente más estrellado, contenían algo
que era fácil de enumerar –departamentos, propietarios, inquilinos- pero cuya
dimensión inmensa me superaba y quebraba todos los cimientos de mi ciudad. Se
me cayeron unas lágrimas. Me sentí ridículo, pero me sentía invisible en mi
balcón en penumbras, y me dejé llorar. No me sentía así desde la primera vez
que vi los lagos del Sur desde el cerro Campanario: como una rotura de diques
mentales, la percepción desbordada. Y, en definitiva, sólo una autopista a
oscuras, atravesada por conos de luz, moles de hormigón apagadas, el cielo
nocturno acechando, un barrio iluminado, exento del corte, allá lejos.
El
día siguiente, martes, me desperté tarde. Acepté el calor, todavía sin
corriente, a la espera de volver a la isla, el miércoles. Ya no me importaba
mucho la electricidad. Saqué la comida ya descongelada y apenas fría, comí un
poco y bajé a ofrecerla a los mendigos, bajo la autopista. No sé por qué lo
hice, quizás para evitarle olores a Franco en su vuelta: la idea de que algo se
echa a perder es algo citadino, para mí la podredumbre hubiera sido provecho de
bacterias. Volví a subir, a encerrarme en ese cubo allá colgando del octavo
piso. Me preocupaba cómo despertarme a tiempo la mañana siguiente sin ayuda eléctrica,
cómo sacar el auto de la cochera. Tenía que encontrarme con Franco, él tenía
que ir directo a su trabajo. Me costó dormir. Pensaba en la rara belleza que
había presenciado la noche anterior, el agotamiento que me produjo.
Me
despertó un sonido de bocinas temprano. Supe después que eran los automovilistas
que se quejaban cuando se formaban largas colas en el peaje, allí cerca. Franco
no usaba nunca despertador, tenía su cantar de gallo todos los días en la
autopista. Había vuelto la corriente. La calle bullía abajo, como negando el
apagón y los feriados. Pude bañarme, hacer de cuenta que la extrañeza de esos
días encerrado era un delirio de un isleño torpe. Tuve tiempo de consultar en
internet la sensación de inmensidad que tuve el lunes. Me conformé con una “inadecuación
de la imaginación en la estimación estética de magnitudes respecto a la
estimación por la razón”: una idea de la razón que reclama algo que la
imaginación no puede representar, un fracaso emocionante. En el auto recordé la
frase “me movió el piso”. En el muelle saludé a Franco, me pareció magnífico
que hubieran pasado unos días excelentes. Me mostré locuaz, expansivo. Incluso
le dije a Celina que estaban invitados a venir cuando quisieran a la isla, y
saludé a Franco con un abrazo, dándole a entender que mi ofrecimiento era
sincero.
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