28/2/17

Jinete de autopistas

                Tuve que ir a Capital por el fin de semana largo de carnaval. Le debía un favor a Franco. Me pidió alojamiento en mi casa en la isla para tomarse unos días de vacaciones, sabiendo que él, su pareja y yo no cabíamos todos juntos, ni en las camas disponibles, ni en sus planes. Le expuse el razonable argumento de la incomodidad, a lo que ofreció la solución que ya tenía planeada: me prestaba su departamento. En definitiva, intercambiábamos domicilio por cuatro días. Acepté sin ganas. Desde que me fui a vivir al Delta mantuve mis vínculos con la ciudad, pero este tipo de situaciones era algo de lo que quería librarme para siempre. No todo era tan malo: Franco, a quien estimo mucho, podía disfrutar de una aventura moderada, y yo revalidaba mi derecho a contar con él, sobre todo para pedirle plata, cosa que ocurría a veces. Además, me convencí de que sería una oportunidad para disfrutar de los lujos de la gran ciudad.
                El sábado acomodé los últimos detalles de la casa, que ya había limpiado, y salí en el bote hacia el puerto de Tigre, donde lo encontraría. Me acerqué por los canales a tierra firme. Los ruidos de insectos y pájaros –a los que Franco confunde con el silencio- fueron cambiando por ruidos de embarcaciones. En el muelle me esperaban Franco y una chica con la que no tuve el espíritu de ser amable ni siquiera cuando me dio las llaves de su auto –me habrá tomado por un isleño huraño y hosco, aunque me crié en Colegiales hasta hace dos años-. Me prometí ser más cortés a la vuelta. Ella –Celina- me dio las llaves del auto, Franco las del departamento. Los ayudé a subir al bote, a ellos y sus infinitas provisiones y equipaje para tan sólo cuatro días. En el auto pensé cómo el asfalto aplastaba un terreno que debió ser similar al exuberante Delta, en algún momento remoto: ahora, bajo el monstruoso peso de la construcción urbana, si alguna desgracia mítica la removiera desde sus cimientos, por debajo de los ladrillos y cemento y caños y túneles de desagüe y cableado y estaciones de subte, debajo de toda esa gran piedra, pensé, sólo habría ciempiés, lombrices y bichos bolita cobijados por su fresca sombra.
                Dejé el auto en la cochera subterránea. Subí. Me habían dejado comida, unas cervezas frías, y unos papeles con contraseñas para acceder a todos sus entretenimientos. Pasé todo el sábado viendo películas, con la persiana baja y el aire acondicionado. A la noche, un ruido medieval llegó desde afuera. Abrí la ventana y me asomé al balcón. Por la calle, allá abajo, pasaba una procesión con antorchas y tambores. La revolución vista desde la ventana, pensé, hasta que recordé que era carnaval y que no era más que un corso: busqué una cerveza y miré el ritual desde arriba, primero irritado por la repetitiva percusión de los tambores, después sosegado por la alucinante repetición de los tambores. Las chicharras de la ciudad, pensé, eufórico, y me sentí, contra todos mis pronósticos, feliz. Cuando terminó la murga se hizo un silencio similar al que acontece cuando se callan los insectos. Todavía alegre, miré el resto del paisaje por la ventana con más atención y descubrí recién en ese momento que el balcón daba a la autopista. Varios carriles suspendidos en el aire, iluminados y vacíos a esa hora. Podía ver el solitario recorrido de algún auto por unos segundos. Atrás de la autopista, otros edificios, con algunas ventanas iluminadas, y encima los tanques de agua, y encima el cielo porteño, escaso de estrellas y enmarcado por la limitada perspectiva de un balcón, pero un cielo nocturno inmenso y unánime. Antes de ir a dormir resolví pasar el resto de los días recorriendo la ciudad como un turista.
                Me desperté el domingo con el entusiasmo de la noche anterior todavía fresco. Me preparé el desayuno y postergué mis paseos para ver otra película. Después demoré mi salida para después del almuerzo. Con la excusa del calor me quedé en el departamento, revisando alternativas para visitar en la comodidad de una pantalla. Después de una siesta, cuando ya me quedaba poco del día, me dije que nada me apuraba, que podía dejar los planes turísticos para el lunes. Esa noche sonó la murga otra vez, pero no salí a mirar, ni me impidió dormir.
                El lunes desperté con calor. Se había apagado el aire acondicionado. Poco tardé en comprender que se había cortado la luz. Era el estímulo perfecto para salir. Tuve que bajar por la escalera los ocho pisos y uno más hasta la cochera, donde descubrí que sin corriente eléctrica no podía abrir el portón. No disponía del auto. Resolví salir caminando, pero un vecino me aconsejó en la puerta de calle que cargara agua: con el corte de luz, la bomba dejaba de funcionar y era cuestión de horas que se vaciara el tanque y nos quedáramos también sin agua. Subí los ocho pisos. El calor era bochornoso. Con fastidio llené de agua los baldes y ollas que encontré. Volví a bajar. La calle estaba vacía, el feriado y el calor no invitaban a exponerse al cemento caldeado. Sabía que podía tomar un colectivo, caminar. Pero el calor y el fastidio me aplastaban. No disponía de la imaginación necesaria para encontrar las alternativas que en cualquier otro momento –el día anterior- se despliegan con claridad: el sol de media mañana me ofuscaba y encandilaba. Volví al departamento, otra vez por la escalera, resignado a una transpiración pegajosa. Pasé el resto del lunes embotado, esperando que vuelva la electricidad. No volvió. A la noche sonó otra vez la murga. Odié a Franco, y en él a Celina y toda la ciudad y este ingrato carnaval. Como estuve dormitando todo el día, no tenía sueño. Comprobé que las cervezas no estaban frías, y cerré rápido la heladera para conservar los alimentos en ese hábitat aislado.
                Solo con ollas de agua, pasé la noche en el balcón. No entendía del todo mi furia. Pese a la incomodidad, estaba acostumbrado a vivir en el Delta con servicios precarios, soportando la humedad. Vivir así en la ciudad, por algún motivo, me sublevaba. En la autopista tampoco había luz. Vi pasar autos que recortaban con sus faros esa cinta oscura, a veces esporádicos, a veces en pequeños grupos, descubriendo la línea punteada de los carriles en el asfalto que los suspendía en el aire. Con el correr de la noche, empecé a sentir vértigo por la inmensidad que pasaba desapercibida en mi retiro en la isla, por la profusión inabarcable de diminutas vidas que cruzaban por la autopista. Cada auto que pasaba iluminando el camino, con sus pasajeros en el interior oscuro, insinuaba historias que se perdían para siempre por el borde del balcón. Insinuaciones perversas, que no me sugerían nada concreto: ni de dónde venían, ni dónde iban, ni quiénes. Y lo mismo me ocurrió con los edificios del otro lado: inmensos bloques oscuros, bajo un cielo milagrosamente más estrellado, contenían algo que era fácil de enumerar –departamentos, propietarios, inquilinos- pero cuya dimensión inmensa me superaba y quebraba todos los cimientos de mi ciudad. Se me cayeron unas lágrimas. Me sentí ridículo, pero me sentía invisible en mi balcón en penumbras, y me dejé llorar. No me sentía así desde la primera vez que vi los lagos del Sur desde el cerro Campanario: como una rotura de diques mentales, la percepción desbordada. Y, en definitiva, sólo una autopista a oscuras, atravesada por conos de luz, moles de hormigón apagadas, el cielo nocturno acechando, un barrio iluminado, exento del corte, allá lejos.
                El día siguiente, martes, me desperté tarde. Acepté el calor, todavía sin corriente, a la espera de volver a la isla, el miércoles. Ya no me importaba mucho la electricidad. Saqué la comida ya descongelada y apenas fría, comí un poco y bajé a ofrecerla a los mendigos, bajo la autopista. No sé por qué lo hice, quizás para evitarle olores a Franco en su vuelta: la idea de que algo se echa a perder es algo citadino, para mí la podredumbre hubiera sido provecho de bacterias. Volví a subir, a encerrarme en ese cubo allá colgando del octavo piso. Me preocupaba cómo despertarme a tiempo la mañana siguiente sin ayuda eléctrica, cómo sacar el auto de la cochera. Tenía que encontrarme con Franco, él tenía que ir directo a su trabajo. Me costó dormir. Pensaba en la rara belleza que había presenciado la noche anterior, el agotamiento que me produjo.

                Me despertó un sonido de bocinas temprano. Supe después que eran los automovilistas que se quejaban cuando se formaban largas colas en el peaje, allí cerca. Franco no usaba nunca despertador, tenía su cantar de gallo todos los días en la autopista. Había vuelto la corriente. La calle bullía abajo, como negando el apagón y los feriados. Pude bañarme, hacer de cuenta que la extrañeza de esos días encerrado era un delirio de un isleño torpe. Tuve tiempo de consultar en internet la sensación de inmensidad que tuve el lunes. Me conformé con una “inadecuación de la imaginación en la estimación estética de magnitudes respecto a la estimación por la razón”: una idea de la razón que reclama algo que la imaginación no puede representar, un fracaso emocionante. En el auto recordé la frase “me movió el piso”. En el muelle saludé a Franco, me pareció magnífico que hubieran pasado unos días excelentes. Me mostré locuaz, expansivo. Incluso le dije a Celina que estaban invitados a venir cuando quisieran a la isla, y saludé a Franco con un abrazo, dándole a entender que mi ofrecimiento era sincero.

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