Está todo oscuro y borroso. Veo una luz
que después es una lámpara y esa lámpara ilumina una mesa. Hay alguien con un
delantal trabajando. No puedo ver bien qué está haciendo, pero sí veo su codo
derecho que sobresale de su espalda, como si estuviera tirando de un piolín con
la mano. Me cuesta mucho enfocar. Cierro los párpados con fuerza y los vuelvo a
abrir. Mis ojos quieren permanecer cerrados. Cada parpadeo se hace eterno,
lento y pesado. Abro los ojos y veo unos borceguíes de cuero enfrente mío, a
tan solo unos centímetros. El hombre del delantal se agacha en cuclillas, pero
no llego a distinguir los rasgos con nitidez. Su cara es un plato difuso. Ve
que estoy despierto. Me arremanga la camisa. Tiene un frasquito en la mano
izquierda, lo pincha con una jeringa, la carga. Con un algodón limpia la parte
opuesta al codo y tantea buscando la vena para la punción. Cuando la siente da
el pinchazo con firmeza.
Miro la luz y la mesa. Me parece que hay
alguien recostado ahí. Un pie sobresale, irrumpe como la proa de un barco entre
el oleaje. La sala comienza a teñirse de
azul, los contornos se vuelven difusos, imprecisos. Miro la luz que viene hacia
a mí y estalla en mis pestañas. Hay perlas de agua posadas que se cargan de
esos rayos y proyectan nuevos rayos ínfimos y filosos de colores hacia todos
lados.
Abro los ojos. Estoy encerrado en un
cuarto a oscuras, pero parece de día.
Algo de esa luz nacarada se cuela entre las maderas que tapian la
ventana. Tengo a alguien enfrente. Está inconsciente. Trato de moverme y no
puedo. No sé qué hago acá. Qué pasó. Recuerdo que habíamos salido a cazar, los
galgos corrían a toda velocidad, uno persiguiendo a la liebre y dos acortando
camino, describiendo un gran semicírculo para cruzarla a la carrera. Uno le
tiró un tarascón haciéndola irse de cola. En el aire la liebre trató de
redirigir el rumbo y pudo cambiar de dirección. Trataron de volver a
emboscarla. Habían achicado la distancia. Uno de los galgos pasó de largo, la
rozó mínimamente, y chocó contra el que venía persiguiéndola de atrás. Con ese
rozamiento le hizo perder el equilibrio. El tercer galgo la agarró mal parada,
la atrapó y le clavó los colmillos hasta
que terminó colgando de su hocico, exangüe.
Hay manchas de humedad en el techo. Cerca de la ventana
había, un sillón de caña rota, sin almohadón, una manguera enrollada y un baúl
chico de cuero agrietado. Me duelen los huesos de estar sentado y atado, pero
no los termino de sentir. Por momentos pienso que es el cuerpo de alguien más.
Me miro los dedos del pie derecho, trato de moverlos. No puedo. Cuando pruebo
con el izquierdo veo que el dedo gordo lo hace mínimamente. Después me caigo de
costado y la cabeza golpea contra el piso. Siento el loza fría en la cara. Veo
la habitación torcida. Se me cierran los ojos. Las liebres. Siete. Siete
liebres en total. Las cargamos en la caja junto a los perros y volvimos para el
puesto. Recuerdo tomar un mate y volver
a salir. ¿Qué pasó después?
Una luz blanca, intensa, iluminaba un
cuerpo desnudo sobre la mesa. Primero una pequeña incisión. El bisturí era
arrastrado con delicadeza y dejaba a su paso una estela roja que se abría y
dejaba ver la carne, dividiendo la piel en dos orillas.
Varias pinzas sostenían el vientre
abierto, mientras el hombre en bata revisaba los órganos dañados y hacía
pequeñas suturas. El pulso era bajo, la respiración lenta, pero parecía
estable. Los cortes estaban hechos a temperatura, por lo que el sangrado era
poco. De todas formas, cuando hacía falta involucraba una bomba para retirar el
exceso que complicaba la intervención. “Ya casi está listo”. Se secaba la
frente dándose pequeños golpecitos con un lienzo. El cuerpo sedado,
inconsciente, se empezó a mover, débil, casi de forma involuntaria. Haciendo un
gran esfuerzo pidió agua. Todavía no podía tomar nada, pero la cantidad de
horas sin sentir humedad en la boca y en la garganta le daba una falsa
sensación de sed, ya que tenía el suero conectado en el brazo.
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