28/3/17

Las liebres

Está todo oscuro y borroso. Veo una luz que después es una lámpara y esa lámpara ilumina una mesa. Hay alguien con un delantal trabajando. No puedo ver bien qué está haciendo, pero sí veo su codo derecho que sobresale de su espalda, como si estuviera tirando de un piolín con la mano. Me cuesta mucho enfocar. Cierro los párpados con fuerza y los vuelvo a abrir. Mis ojos quieren permanecer cerrados. Cada parpadeo se hace eterno, lento y pesado. Abro los ojos y veo unos borceguíes de cuero enfrente mío, a tan solo unos centímetros. El hombre del delantal se agacha en cuclillas, pero no llego a distinguir los rasgos con nitidez. Su cara es un plato difuso. Ve que estoy despierto. Me arremanga la camisa. Tiene un frasquito en la mano izquierda, lo pincha con una jeringa, la carga. Con un algodón limpia la parte opuesta al codo y tantea buscando la vena para la punción. Cuando la siente da el pinchazo con firmeza.
Miro la luz y la mesa. Me parece que hay alguien recostado ahí. Un pie sobresale, irrumpe como la proa de un barco entre el oleaje.  La sala comienza a teñirse de azul, los contornos se vuelven difusos, imprecisos. Miro la luz que viene hacia a mí y estalla en mis pestañas. Hay perlas de agua posadas que se cargan de esos rayos y proyectan nuevos rayos ínfimos y filosos de colores hacia todos lados.
Abro los ojos. Estoy encerrado en un cuarto a oscuras, pero parece de día.  Algo de esa luz nacarada se cuela entre las maderas que tapian la ventana. Tengo a alguien enfrente. Está inconsciente. Trato de moverme y no puedo. No sé qué hago acá. Qué pasó. Recuerdo que habíamos salido a cazar, los galgos corrían a toda velocidad, uno persiguiendo a la liebre y dos acortando camino, describiendo un gran semicírculo para cruzarla a la carrera. Uno le tiró un tarascón haciéndola irse de cola. En el aire la liebre trató de redirigir el rumbo y pudo cambiar de dirección. Trataron de volver a emboscarla. Habían achicado la distancia. Uno de los galgos pasó de largo, la rozó mínimamente, y chocó contra el que venía persiguiéndola de atrás. Con ese rozamiento le hizo perder el equilibrio. El tercer galgo la agarró mal parada, la atrapó  y le clavó los colmillos hasta que terminó colgando de su hocico, exangüe.
Hay manchas  de humedad en el techo. Cerca de la ventana había, un sillón de caña rota, sin almohadón, una manguera enrollada y un baúl chico de cuero agrietado. Me duelen los huesos de estar sentado y atado, pero no los termino de sentir. Por momentos pienso que es el cuerpo de alguien más. Me miro los dedos del pie derecho, trato de moverlos. No puedo. Cuando pruebo con el izquierdo veo que el dedo gordo lo hace mínimamente. Después me caigo de costado y la cabeza golpea contra el piso. Siento el loza fría en la cara. Veo la habitación torcida. Se me cierran los ojos. Las liebres. Siete. Siete liebres en total. Las cargamos en la caja junto a los perros y volvimos para el puesto.  Recuerdo tomar un mate y volver a salir. ¿Qué pasó después?
Una luz blanca, intensa, iluminaba un cuerpo desnudo sobre la mesa. Primero una pequeña incisión. El bisturí era arrastrado con delicadeza y dejaba a su paso una estela roja que se abría y dejaba ver la carne, dividiendo la piel en dos orillas.

Varias pinzas sostenían el vientre abierto, mientras el hombre en bata revisaba los órganos dañados y hacía pequeñas suturas. El pulso era bajo, la respiración lenta, pero parecía estable. Los cortes estaban hechos a temperatura, por lo que el sangrado era poco. De todas formas, cuando hacía falta involucraba una bomba para retirar el exceso que complicaba la intervención. “Ya casi está listo”. Se secaba la frente dándose pequeños golpecitos con un lienzo. El cuerpo sedado, inconsciente, se empezó a mover, débil, casi de forma involuntaria. Haciendo un gran esfuerzo pidió agua. Todavía no podía tomar nada, pero la cantidad de horas sin sentir humedad en la boca y en la garganta le daba una falsa sensación de sed, ya que tenía el suero conectado en el brazo.

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