28/3/17

El souvenir maldito

            Era el último día, el último atardecer. Volvimos con los últimos destellos del cielo, las primeras luces en la avenida y en los morros. Quise mirar por última vez la playa de Ipanema y los islotes que sobresalen del mar, como una despedida. Sentí un paisaje hermoso pero indiferente, que podía prescindir de mí. Reforzó esa impresión la visión de los últimos nadadores abajo en el agua, de los deportistas corriendo en la avenida, y más cerca, sobre los íntimos mosaicos de la rambla, blancos y negros, los vendedores quietos, los turistas caminantes, los regulares puestos de bebidas. Todo similar a días anteriores y a presumibles futuros días, ya extranjeros.
            Rodeamos el fuerte que interrumpe la playa y desembocamos en Copacabana, reconocible por sus mosaicos ondulantes (“Oigo esas fuentes murmurantes”, recordé el verso de la canción de Ary Barroso). Recorrimos una feria de puestos en el centro del boulevard de la Avenida Atlántica. Ofrecían recuerdos de Río de Janeiro. No todos eran iguales, pero no era difícil apreciar que había una limitada variedad de tenderos que se repetían con las mismas mercancías a la venta. Ropa, pinturas, chucherías, todo alusivo a la Ciudad Maravillosa. Con indulgencia soporté los motivos chillones de las acuarelas. Eché una rápida ojeada de desprecio universitario a los souvenirs de un puesto. Imaginé un inmenso galpón en Asia produciendo alternativamente llaveros del Cristo Redentor, luego de la Estatua de la Libertad y en el último turno de la Torre Eiffel, luego embalados de a miles y enviados a cada destino. Una señora sentada, de edad incierta pero avanzada, me devolvió una mirada larga y antigua. Conjeturé que era la mirada sabia y paciente de una vendedora que podía reconocer al turista que no va a consumir. Continué por la rambla de diseño en ondas, hasta que vi en un borde unos mosaicos sueltos, levantados por una raíz. Tomé uno blanco y uno negro y me los llevé como recuerdo, piezas del enorme rompecabezas que era la seña de Copacabana. En el hotel, puse los mosaicos dentro del equipaje y emprendimos el regreso a Buenos Aires.
            Cuando desarmé la valija en casa, al verlos, recordé que los había olvidado, y pensé que mis vacaciones de hacía unas horas eran ya lejanas y pertenecían a otro orden de cosas. Abrí la bolsa que los protegía y, al tocarlos con mi mano, los mosaicos tuvieron en mí un efecto maldito: de repente, tuve la visión entera de las veredas de Río de Janeiro. Inútil enumerar lo que vi, abstraer algunas regularidades sería retacear la visión. Cada turista, cada pisada, los mosaicos ondulantes, la mirada de la vieja como un conjuro, cada momento del día, cada lugar contemplados en un horror sin rumbo. No sentía el calor, ni la humedad, ni la fatiga, sino que era testigo obligado de nimiedades infinitas que se extendían a lo lejos y en las horas y se volvían nítidas y densas en instantes cada vez más laxos. Pasado el primer estupor, quise salir del letargo: no pude. No había límite a lo lejos, siempre podía alejarme más; no había límite en lo cercano, el tiempo y el espacio se fraccionaban sin desmayo.
            Un sacudón me devolvió a mi departamento de Buenos Aires. Mi mujer, creyendo que era víctima de una descarga eléctrica, me salvó con un golpe. Los mosaicos rodaron por el piso. Mi estado alucinado no había durado, para el tiempo de ella, más que un relámpago. Tardé en explicarle mi visión y, sobre todo, por qué había sido tan monstruosa.
-Como un horror al vacío, pero al revés-, me dijo. Me pareció que capturaba algo de lo que me había pasado. Lamenté no saber latín.
            Esa noche pensé en los mosaicos, después de tirarlos con una pala en la basura. Pensé en lo que dice Guillermo Martínez de la diferencia entra una pieza de rompecabezas y un mosaico. Un rompecabezas compone una figura desconocida y única, según calzan sus piezas distintas. Un mosaico, en cambio, contiene en su diseño todo el contenido posible del dibujo. Incluso en las veredas compuestas por dibujos de dos colores, concluí, todos los dibujos posibles están contenidos en una pieza de cada color. Desconozco el golpe de magia que me condujo a ese viaje al horror lleno, pero no quisiera volver a cruzar la mirada cargada de esa vendedora.

            Más relajado, al otro día, llegué a pensar que más me hubiera convenido comprar un destapador con la forma del Pan de Azúcar, o una acuarela de casas atiborradas en un morro custodiado por el Cristo, algo que indicara por dónde iniciar un reconocimiento, una imaginario estable de una ciudad. Después, mirando las fotos, pude tranquilizarme, contemplando a dos turistas exóticos en las playas de Río, uno de ellos –yo- inconfundible por el color camarón chillón de su piel bajo los rayos tropicales.

2 comentarios:

F.G. dijo...

Buenísimo, Marce. La verdad que me encantó. Tiene un poco de La pata de mono y una melancolía borgeana por un aleph degradado. Muy buenas imágenes de la playa. Transmite con excelencia a un turista algo tilingo, algo intelectual. Tremenda la mirada de la vendedora.

Camel dijo...

Buena lectura, Fran. Por lo menos quiso ser eso, con algo de prestigio antiguo al estilo árabe pero que me di cuenta que era el episodio de la mano del mono.