Tomaba el café ya cambiado, de pie,
acercándose a la puerta. No expresaba apuro, pero siempre estaba visiblemente
ansioso. Su familia sabía que de todas formas, aunque terminara el último sorbo
con el auto ya encendido en el garaje y cargado con su abrigo y maletín, debía
volver a dejar la taza a la bacha de la cocina. Cuando eso sucedía sus hijos,
ya alistados, sabían que tenían que apurar la chocolatada, mientras la madre
les besaba la cabeza y les acercaba la mochila. Darío, liberado de la taza,
esperaba amable con la mano en el picaporte, pero paciente con sus hijos.
Cuando se presentaban a su lado para salir, abría, los dejaba pasar y besaba a
su esposa, se deseaban un buen día de trabajo. Darío ubicaba a los niños en sus
asientos mientras abría el portón eléctrico y subía con el motor ya listo para salir.
Encendía la radio y buscaba las noticias hasta que sus hijos, sobre todo Guadalupe,
la mayor, le pedía alguna música infantil. Darío hacía el simulacro de ceder,
lo mismo le molestaban las noticias que la música. Dejaba que Guadalupe
eligiera en la pantalla, y recorría con su elección las veinte cuadras que lo
separaban de la escuela. Una vez solo, apagaba el sonido y enfilaba al trabajo.
No le molestaban los semáforos,
disfrutaba con el placer de demorar la entrada a la autopista. Subía la
rampa sin apuro, degustando el ingreso a la ruta, sintiendo ese cambio espacial
entre calles interrumpidas por el uso del freno y la relajación del pie en el
acelerador de la autopista fluida.
Pensaba un poco en el trabajo del
día, en los quehaceres domésticos a la vuelta, en la situación de sus hijos,
alguna salida distendida con su esposa. Y poco a poco, con el correr del viaje,
podía ir apreciando el peso de la velocidad del auto, el correr de la línea
punteada sobre el gris fijo del asfalto, las velocidades desiguales de los
vehículos, la oleada que iba en sentido contrario, a la izquierda, del otro
lado de la valla de protección del camino. Ese gusto del viaje que era su
placer permitido de cada día laboral. Por eso iba sin música ni noticias. Para
experimentarlo mejor, sin distracciones.
A la vuelta, cansado, se abandonaba
a esa maravilla regular que es la hora pico, infinitas luces hacia ambos lados,
compartiendo ese corredor que surcaba la ciudad, para luego perderse cada cual
en una parcela de espacio distinta. La cabina fija del auto y los barrios
desplazándose del parabrisas a las ventanas. Olvidaba preocupaciones, se dejaba
arrullar por ese espectáculo. Renovaba su entusiasmo para volver a casa,
compartir con su mujer, atender las inquietudes de Guadalupe, cuya mente de
niña de siete años bullía en preguntas, descubrir que Manuel, que hacía tan
poco ni hablaba, ahora a los tres años ocupaba un lugar de peso en las
conversaciones. El recorrido de la vuelta del trabajo, generalmente más lento
que el de la ida, ayudaba a Darío a olvidar frustraciones y a considerar que su
vida estaba bien. Y mientras se demoraba más la vuelta, congestionada la bajada
de la autopista, sentía que estaba más que bien, es decir, la evaluación que
hacía se cargaba de emociones positivas, se embargaba recordando preguntas
incisivas de Guadalupe, reía solo por los gestos del pequeño Manuel, saboreaba por
adelantado el beso que le daría a su mujer. Se imaginaba, mientras manejaba, ya
más cerca, los ojos despiertos de su mujer envolviendo con su mirada cálida a
sus hijos, y él presente en la plácida escena junto a la mesa. Es decir, distraída
la mirada en el parabrisas, veía a un hombre que veía a una familia.
Tanto era el solaz de los viajes
en auto, solo, sin música, que los esperaba con ansias. Por eso preparaba el
motor, apuraba el café. No quería arruinar la placidez de los desayunos, de
hecho le dejaban un grato sabor en el auto, mientras iba a la oficina. Pero no se permitía extenderlos ni abandonarse a ellos en el
momento, sino que deseaba los desayunos familiares para llevárselos como
recuerdo y como imagen a la soledad del auto, donde parecía que un autómata conducía el
vehículo a través del dominio del parabrisas mientras la mente se perdía en una
visión de vidriera hasta que un detalle del camino o un llamado de atención
recompusiera el camino frente a sus ojos.
Esperaba esos viajes. En su casa. Durante
los momentos apasionados de los encuentros sexuales, que habían logrado
mantener con ímpetu, al abrigo de las exigencias de padres, Darío anticipaba su
próximo viaje, como el amante que anhela un cigarrillo o el comensal que
codicia el postre. En las reuniones sociales, en las que se mantenía cordial
pero desinteresado. En los momentos compartidos con sus hijos, que disfrutaba,
pero con una sonrisa ausente, deseando la sonrisa amplia que les dedicaba a sus
hijos en el auto. Entendió que los viajes pasaron a ser algo deseable, cuya
espera desplazaba su presencia entera de otros momentos. Lo veían distante.
Serían las responsabilidades, el cansancio, el desánimo, pensaban en su entorno.
Incluso durante los viajes, cuando
algún accidente cercano demoraba el tránsito y extendía el recorrido, en la
larga espera se distraía pensando en futuros viajes. En esa postergación no
podía exprimir todo el placer del viaje. Entonces, a veces, se pasaba de su
bajada en la autopista y continuaba unos kilómetros, para imponerse el
disfrute, y después daba la vuelta y finalmente llegaba a destino. Como una
adicción, a veces dejaba de ser un momento grato y pasaba a ser un ansia.
Aunque le parecía ridículo que echara a perder el placer de un viaje presente
por la previsión de uno futuro, aunque le llamara la atención que sobre todo en
los viajes más largos por los embotellamientos se distrajera y tuviera que
extenderlos con rodeos, no modificaba sus hábitos: los extremaba.
Pensó en multas inexplicables,
kilómetros afuera del recorrido razonable. Temió remolques obligados por una
falla técnica en parajes inverosímiles. Imaginó lo que imaginaría su esposa, su
jefe, si se enteraran de su posición geográfica cuando ampliaba su recorrido,
sin explicación aparente, por el hecho de querer cada vez más, sin disfrutarlo
ya, sólo manejando compulsivamente. Viendo el resto de los vehículos de a
montones que lo complacían pero también le daban asco en la inmensidad
rutinaria de desplazamientos. Y pensaba que esta afición le hacía mal, que
debía cambiar de vida, pero esa reflexión requería de ese espacio quieto del
interior de un auto desplazándose. El malestar era el precio que debía pagar
cualquier adicción. Este reproche le duraba poco, y ya retomando el camino que
lo llevaba a la oficina, que lo devolvía finalmente a su casa, se regocijaba en
las conjeturas a las que podría dar lugar: encuentros con amantes en barrios
desconocidos, asuntos ilegales en galpones ciegos, al lado de la autopista.
Pensaba en lo que podrían pensar los demás, desde su asiento del auto, y este
entretenimiento le devolvía el placer y las ganas de seguir manejando.
Y volvía a su casa, donde era feliz,
pero sobre todo era feliz porque podía rememorar esa felicidad en el siguiente
viaje. Y volvía al trabajo, donde se sentía a gusto, pero sobre todo porque
tenía presente que a la vuelta iba a tener ese espacio demasiado largo hasta su
casa, ese tiempo que se expandía.
Fueron meses intensos, previos al
derrumbe que se avecinaba en su trabajo, en su familia, que acaso le quitaría
el sosiego de esa estructura de viajes de ida y vuelta al trabajo de un padre
de familia.
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