Lo último que recuerda Lucrecia que
pensó en ese día antes de dormirse, con una sensación rara, es que en
definitiva no le había pasado nada. Se había despertado a las 7, diez minutos
antes que el despertador. Con los ojos cerrados acercó los dedos a la pantalla
y esperó a que empezara a sonar para apagarlo. Efectivamente, comenzó a sonar.
Le pareció que era una autómata, y se levantó de la cama con una sonrisa. Desayunó
lo habitual, es decir, lo que había: en esta oportunidad, un poco de pan con
mermelada, ya que lo poco de cereal que quedaba en la caja se lo sirvió a Lana,
su hija de diez años. Recalentó un poco de café del día anterior y lo tomó a
medias, pensando en lo que tenía que hacer. Visitar a su mamá, cumplir con cuatro
reuniones agendadas en distintas oficinas. Iría en colectivo hasta allá y
después taxi entre cada punto, pensó como si estuviera decidiendo, pero fue
claro para ella que ya lo sabía, estacionar tantas veces por Palermo era una
tortura que estaba descartada desde el vamos. Se le ocurrió que siempre en el
desayuno hacía el simulacro de tomar decisiones que ya estaban definidas desde
el día anterior.
Llevó a Lana al colegio, caminando cinco
cuadras. Lana preguntó por qué calle irían, siempre variaban el recorrido.
Lucrecia entendió que esa aparente indefinición del trayecto era de una previsión
absoluta, como la consulta del pronóstico antes de salir. Y tomó por Ramallo.
Lana iba saltando las baldosas, haciendo de su caminata un juego que se iba
apagando hasta arrastrar los pies y la mochila en las últimas dos cuadras,
cuando ya compartían la vereda con otros niños igualmente soñolientos
escoltados por sus respectivos adultos. Y
en cada minúscula actividad se iba reforzando esta idea de estar viviendo una
repetición. Cuando se acordó de “El día de la marmota”, la película donde es
siempre el mismo día, le pareció una obviedad, ya sabía que le iba a venir a la
mente. Esta sensación le fue delineando una sonrisa, como una contracción
placentera de los pómulos, que le duró todo el día.
En la parada de colectivo, a las
personas que esperaban posiblemente las veía por primera vez, pero los gestos
de cansancio, de expectativa, de apuro las veía todos los días. Las personas particulares
eran intercambiables pero su rol de relleno en su vida era una cifra
inalterable. Y la visita a su madre fue de una normalidad pasmosa. Sólo
imaginar el encuentro en el colectivo hubiera alcanzado para fijar todo su contenido,
aunque no le hubiera permitido saborear el cumplimiento de lo inevitable.
Tomaron el té con limón, hablaron un poco, se despidieron. El tiempo
transcurría previsible y Lucrecia lo recorría maravillada.
El resto del día pasó, levemente
feliz. Lucrecia pensó su vida desde otra perspectiva. La percepción de una rutina
inalterable la sacudía como un hecho traumático. Ni siquiera ante la muerte de
su padre había tenido un enfrentamiento tan radical con su vida. Nunca se había
visto como alguien con una identidad tan determinada, pensó, con la felicidad
de quien descubre algo precioso. Con la certidumbre también de que estas grandes
verdades son sólo un estado de ánimo.