28/9/17

Un día

            Lo último que recuerda Lucrecia que pensó en ese día antes de dormirse, con una sensación rara, es que en definitiva no le había pasado nada. Se había despertado a las 7, diez minutos antes que el despertador. Con los ojos cerrados acercó los dedos a la pantalla y esperó a que empezara a sonar para apagarlo. Efectivamente, comenzó a sonar. Le pareció que era una autómata, y se levantó de la cama con una sonrisa. Desayunó lo habitual, es decir, lo que había: en esta oportunidad, un poco de pan con mermelada, ya que lo poco de cereal que quedaba en la caja se lo sirvió a Lana, su hija de diez años. Recalentó un poco de café del día anterior y lo tomó a medias, pensando en lo que tenía que hacer. Visitar a su mamá, cumplir con cuatro reuniones agendadas en distintas oficinas. Iría en colectivo hasta allá y después taxi entre cada punto, pensó como si estuviera decidiendo, pero fue claro para ella que ya lo sabía, estacionar tantas veces por Palermo era una tortura que estaba descartada desde el vamos. Se le ocurrió que siempre en el desayuno hacía el simulacro de tomar decisiones que ya estaban definidas desde el día anterior.
            Llevó a Lana al colegio, caminando cinco cuadras. Lana preguntó por qué calle irían, siempre variaban el recorrido. Lucrecia entendió que esa aparente indefinición del trayecto era de una previsión absoluta, como la consulta del pronóstico antes de salir. Y tomó por Ramallo. Lana iba saltando las baldosas, haciendo de su caminata un juego que se iba apagando hasta arrastrar los pies y la mochila en las últimas dos cuadras, cuando ya compartían la vereda con otros niños igualmente soñolientos escoltados por sus respectivos adultos.  Y en cada minúscula actividad se iba reforzando esta idea de estar viviendo una repetición. Cuando se acordó de “El día de la marmota”, la película donde es siempre el mismo día, le pareció una obviedad, ya sabía que le iba a venir a la mente. Esta sensación le fue delineando una sonrisa, como una contracción placentera de los pómulos, que le duró todo el día.
            En la parada de colectivo, a las personas que esperaban posiblemente las veía por primera vez, pero los gestos de cansancio, de expectativa, de apuro las veía todos los días. Las personas particulares eran intercambiables pero su rol de relleno en su vida era una cifra inalterable. Y la visita a su madre fue de una normalidad pasmosa. Sólo imaginar el encuentro en el colectivo hubiera alcanzado para fijar todo su contenido, aunque no le hubiera permitido saborear el cumplimiento de lo inevitable. Tomaron el té con limón, hablaron un poco, se despidieron. El tiempo transcurría previsible y Lucrecia lo recorría maravillada.

            El resto del día pasó, levemente feliz. Lucrecia pensó su vida desde otra perspectiva. La percepción de una rutina inalterable la sacudía como un hecho traumático. Ni siquiera ante la muerte de su padre había tenido un enfrentamiento tan radical con su vida. Nunca se había visto como alguien con una identidad tan determinada, pensó, con la felicidad de quien descubre algo precioso. Con la certidumbre también de que estas grandes verdades son sólo un estado de ánimo.

1 comentario:

F.G. dijo...

Hermoso texto. A contrapelo de la lógica de la vida cotidiana y el bastardeo al que le estamos acostumbrados.