Lo
llamaron y le dijeron que empezaba el sábado. Lo que parecía imposible
finalmente se abría paso. Diego tendría un trabajo, sería metalúrgico. Los
últimos años del colegio industrial, tan difíciles, se acomodaban ahora recién,
al borde de cumplir los diecinueve. Nunca jugó al fútbol, no le gustaban los
autos. No había cogido con ninguna chica. No lo decía, pero se notaba. Cuando
la conversación iba sobre el partido, sobre los problemas del motor, sobre la
última aventura sexual, Diego quedaba relegado, era un simple testigo sin
derecho a participar. No era invisible, eso hubiera sido un alivio. Era como un
hermanito menor al que permitieran quedarse a escuchar. Cada tanto, un
comentario sobre él, para despreciarlo, para integrarlo también, incluso para
incentivarlo a comportarse como debía. Respondía con los ojos al piso,
esperando un cambio de tema que a menudo llegaba, salvo en algunas ocasiones en
las que algún amigote lo enfrentaba: con dosis de amor y de crueldad, le
preguntaban cuándo iba a cogerse una mina, cuándo se iba a comprar un auto,
cuándo iba a jugar al fútbol, si no sería puto. En esas intervenciones, los
mejores intencionados entendían la incomodidad, pero insistían por su bien, a
ver cuándo se iba a despertar. Los mejores intencionados se regodeaban quizás,
el consejero deja de dudar de sus cosas y se siente seguro. A veces Mariela cambiaba
de tema para protegerlo, y él la odiaba cuando hacía eso, no quería que lo
defiendan porque eso significaba que era débil. A Diego no le interesaba
encajar, sólo lo incomodaba frente a los demás, en el fondo le gustaba cómo
era, imaginaba un golpe de suerte para cerrarles la boca, aunque sea para
despertar sorpresa y admiración: Miralo a Diego, y nosotros que pensábamos que
era quedado, y él seguiría siendo el mismo, su triunfo sería tomarlo con
naturalidad. Era una venganza inconfesable, ya que nadie lo perjudicaba
intencionalmente, pero sentirse desorientado lo humillaba. No quería seguir el
libreto. El problema íntimo era que tampoco sabía qué otro libreto quería, no
tenía referencia. Si por lo menos hubiera sido delincuente, hubiera sabido qué
hacer, qué esperar, dónde estaba parado.
Era
buen amigo Diego. Sus amigos también. No lo nombraban mucho, salvo en las
familias. El amigo bueno. El que no tenía auto. Todos los pibes en Monte Grande
trabajaban para tener el auto usado, para salir a la noche y levantar chicas,
todos se tomaban el domingo para el fútbol. Diego había terminado el industrial
a tiempo, con todas las materias aprobadas. Pero el siguiente año sólo ayudaba
en su casa, daba una mano en el taller del tío, acompañaba a sus amigos en el
trabajo, repartiendo, cargando. No se hacía camino. Luca ya tenía una hija,
trabajaba todo el día para llevarle plata a la madre de la nena. Sebas se había
metido en la municipalidad, apenas tenía tiempo para el fútbol, invitaba la
cerveza. Oski la tenía fácil, se quejaba, pero el viejo lo mantenía para
estudiar ingeniería en capital. Diego no era nada, pensaba él, mirando los
videos de Youtube.
Mariela
lo valoraba, pero eso no alcanzaba para sentirse a gusto. Ella era tan amiga
que era parte de su intimidad orgullosa, no era ese exterior hostil que no lo
entendía, en el que él no se desenvolvía. Él mismo era a veces ese exterior, él
era ese juez imaginario que se condenaba.
Si
por lo menos fuera homosexual, había llegado a pensar, ahí sí podía patear el
tablero y hacer su rumbo. Deseaba a las chicas de sus amigos, le parecía que
dejarlas con un hijo era una maldad. Si para él eran golosinas, se quedaría
feliz acompañándolas. Las deseaba, las odiaba. Si por lo menos fuera puto sería
más fácil, había pensado. Pero sabía que no hubiera tenido el coraje: despreciaba
secretamente a Julito, el vecino, que era un homosexual orgulloso y ostensible
y además trabajaba en capital y además viajaba a Brasil, a Estados Unidos. A
Julito nadie lo juzgaba fuera de algún comentario, pero no lo tenían en cuenta.
Pagaba el precio. Pero Julito no era cobarde y además sabía qué hacer. Si Diego
se rebelaba al mundo, no sabía a qué título. ¿Vago? ¿Boludo? ¿Loco?
La
llamada de la fábrica de aluminio fue un alivio. Operario de la Unión Obrera
Metalúrgica. Tomá. A ver si ahora lo dejaban en la mesa sin hablar. Un
metalúrgico. Los compañeros, la queja del horario, las manos curtidas. Ya no
necesitaba la excusa de mantener un hijo, ni problemas con deudas, ni peleas de
barrio, ni parciales de la facultad, asuntos importantes que Diego no tenía. Un
tipo hecho y derecho, con plata para ayudar a la madre, invitar un vino,
alquilar una pieza y llevar chicas, quién te dice. Llamó a los amigos, era
miércoles. Nadie podía, el viernes mejor. Cenó con su mamá, que lo felicitó.
Lavó los platos sin obligación, disfrutando, el metalúrgico no se olvidaba de
la vieja y lavaba los platos, aunque ya tenía un puesto en la fábrica. Se fue a
dormir pensando en su primer día de trabajo, los compañeros, el jefe, la ropa
de la empresa.
El
jueves fue largo. Lo dedicó a esperar el festejo del viernes. Todos los amigos
en lo de Sebas, que alquilaba desde los 17 una casita. Diego juntó los ahorros
y le vendió la bicicleta al tío, ya se compraría otra mejor. A Mariela esto le
pareció tonto, pero después se rió, le gustaba verlo tan contento. Diego no iba
a gastar en comida, los citó para después de la cena. Cerveza fría, fernet con coca.
Cocaína. Le pidió los parlantes al primo para poner música, que a él no le
gustaba, pero era necesaria para una buena noche. Luca le dijo que él iba a
llevar chicas. Oski llegaba tarde de cursar, pero iba seguro. Esperaba el
momento de sacar los sobres con la merca, sorpresa, invitación de la casa. Esa
solvencia de invitar, la espalda ancha para cargar con el asunto y no andar
esperando, ocuparse. Se imaginaba con los pibes, tranquilo, adulto. Tomen y
disfruten. Alguna chica preguntándole sobre el nuevo trabajo.
Le
molestó que lleguen tarde, cansados, como un día más. Compraste para veinte, le
decían cuando veían la heladera llena. Trató de tomar tranquilo, como si fuera
una noche más, pero la ansiedad lo mataba. La primera vez que fue al baño,
levantó la tabla con el pie, trató de ser prolijo con el pis, ante el botón
muerto del inodoro metió la mano en la mochila para descargar agua y dejar
limpio. Vio las manchas de humedad, la pared sin revoque, el piso de cemento a
la vista. Pensó que podía tener algo así para él. Lo mantendría más limpio,
claro. Podía alquilar y, con el tiempo, poner lindo el lugar. La segunda vez ya
ni se molestó, entró mareado al baño y dejó su meo acumulado con los
anteriores. La tercera vez, el baño ya estaba evidentemente sucio. La cuarta
vez, meó ya en el cantero del patio, de espaldas a la mesa. Fueron dos mujeres,
porque Mariela no contaba. Le pareció que no eran lo suficientemente buenas
para la ocasión, ya habría tiempo para eso. Lamentó cuando se fueron, le
pareció que temprano, aunque se habían quedado dos horas. Le habían hablado, lo
habían felicitado. Diego respondía como restándole importancia, creyendo que la
reunión recién empezaba, que lo real de la noche estaba por llegar, entonces
charlaba con Mariela, se sentía más cómodo y feliz. Cuando las chicas se
fueron, le pareció que la noche se vaciaba. Oski se fue, dijo que estaba
cansado. Mariela también se fue, prometió pasar por su casa después de la
primera jornada de trabajo. Para Diego, lo bueno ni siquiera había empezado,
pero veía que la reunión se apagaba. Sacó los sobres de cocaína para levantar. Le
dijeron que era tarde, que hubiera convidado antes, con las chicas. Tomaron
todos, él, Sebas y Luca. Eso le dio cuerda durante tres horas a la noche.
Amenazaron con salir largo rato, Sebas le prestó ropa a Luca. Dos horas
después, comprobaron que estaba todo cerrado por el barrio. No hubo consenso
para ir hasta capital. A Diego le molestó que ahorren esfuerzos y plata en esa
noche. Volvieron. Lo acompañaron hasta que se terminó la bebida. Ya cantaban
los pajaritos y nadie podía hablar fluido.
Diego
se despertó con un llamado. Lo dejó sonar. Seguían llamando. Atendió. Le
preguntaron de la fábrica de aluminio por qué no se había presentado. La peor
forma de despertarse. Quiso decir que no se sentía bien, que lo esperen el
lunes, pero nunca supo bien lo que dijo, se fijó la hora y debía estar en
Ezeiza hacía dos horas. Se bañó, hizo lo posible por sacudirse la noche de
encima, llamó. Le dijeron que ya no se presente. Había perdido la oportunidad.
Antes de saber lo que iba a sentir, se dejó caer de nuevo en la cama, para
dormir, para postergar el asunto. Durmió hasta la noche. No sabía si iba a poder
enfrentarlo. Un fracaso rotundo, una marca que lo describía, un hecho que lo podía
predisponer a la insensatez, una anécdota que se recordaría con gracia. Difícil
saberlo ahora, medio dormido, con ganas de taparse con las sábanas por mil
años.