29/11/17

Paraty

                Para contar la calle que lleva al bar alcanza con decir un camino de piedras, no hace falta nombrar cada piedra, una por una, el tamaño individual, el color, la redondez de la erosión. Y se puede ver entonces una alfombra empedrada, acanalada por años de curso de agua de las lluvias persistentes. El agua se acumula entre las fachadas enfrentadas y las multiplica en su reflejo. Se forma una corriente por la pendiente imperceptible que llega a las zanjas de los bordes del centro y de ahí al mar que enmarca la postal de Paraty.
                Las calles son angostas, pura piedra que no distingue vereda. No pasan autos, sólo caminantes y carros, en el mejor de los casos, tirado por un caballo. El sol se mete entre las paredes coloniales hasta la piedra en las largas horas del mediodía. El calor es intenso, exige al caminante, que empieza a sentir la forma de cada piedra bajo los zapatos, el esfuerzo devuelve una atención a cada paso, cada piedra que falta pisar para llegar a la sombra.
                La lluvia sorprende en medio de un día claro. El aire se hace más fresco, pero el agua separa las manzanas como una pequeña fosa a lo largo de toda la calle. Para cruzar a los edificios de enfrente –cachaçaría, restaurante, tienda de artículos regionales-, o para seguir por un mismo costado hasta la catedral o el muelle de embarcaciones pintorescas, el paseante debe atender cada paso para no pisar un charco, para no sumergirse en la pequeña corriente, para no doblarse un tobillo. Se eligen las piedras prominentes para pisar seco, se establece un camino de pasos apenas elevados. Se arma una constelación con el trazo de pequeños saltos. Un bar invita con su música al reparo de la lluvia. Samba.
                La cachaça acomoda en la silla, los gestos inquietos se amansan, el turista es partícipe necesario para que suceda la magia auténtica de cada tarde; la sensación que transmite un bar vacío también requiere de los turistas, su ausencia es la que le imprime tristeza y monotonía. Oscurece temprano. Frena la lluvia. La humedad se vuelve espesa y se hermana con la transpiración. El caminante debe brindar con el dueño del bar antes de partir, una invitación del anfitrión. Un chupito de Gabriela rico, borracho de cachaça y especiado con clavo y canela: reminiscencias de la niñez, epifanía de la excelente novela de Jorge Amado que el caminante todavía no leyó pero comprará para leer en el viaje de vuelta de las vacaciones.

                A la vuelta mareada del bar lo único que cabe en la concentración del viajero es el camino empedrado, cada piedra pisada con torpeza hasta llegar a la habitación.  

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