28/11/17

El festejo desencajado


                Lo llamaron y le dijeron que empezaba el sábado. Lo que parecía imposible finalmente se abría paso. Diego tendría un trabajo, sería metalúrgico. Los últimos años del colegio industrial, tan difíciles, se acomodaban ahora recién, al borde de cumplir los diecinueve. Nunca jugó al fútbol, no le gustaban los autos. No había cogido con ninguna chica. No lo decía, pero se notaba. Cuando la conversación iba sobre el partido, sobre los problemas del motor, sobre la última aventura sexual, Diego quedaba relegado, era un simple testigo sin derecho a participar. No era invisible, eso hubiera sido un alivio. Era como un hermanito menor al que permitieran quedarse a escuchar. Cada tanto, un comentario sobre él, para despreciarlo, para integrarlo también, incluso para incentivarlo a comportarse como debía. Respondía con los ojos al piso, esperando un cambio de tema que a menudo llegaba, salvo en algunas ocasiones en las que algún amigote lo enfrentaba: con dosis de amor y de crueldad, le preguntaban cuándo iba a cogerse una mina, cuándo se iba a comprar un auto, cuándo iba a jugar al fútbol, si no sería puto. En esas intervenciones, los mejores intencionados entendían la incomodidad, pero insistían por su bien, a ver cuándo se iba a despertar. Los mejores intencionados se regodeaban quizás, el consejero deja de dudar de sus cosas y se siente seguro. A veces Mariela cambiaba de tema para protegerlo, y él la odiaba cuando hacía eso, no quería que lo defiendan porque eso significaba que era débil. A Diego no le interesaba encajar, sólo lo incomodaba frente a los demás, en el fondo le gustaba cómo era, imaginaba un golpe de suerte para cerrarles la boca, aunque sea para despertar sorpresa y admiración: Miralo a Diego, y nosotros que pensábamos que era quedado, y él seguiría siendo el mismo, su triunfo sería tomarlo con naturalidad. Era una venganza inconfesable, ya que nadie lo perjudicaba intencionalmente, pero sentirse desorientado lo humillaba. No quería seguir el libreto. El problema íntimo era que tampoco sabía qué otro libreto quería, no tenía referencia. Si por lo menos hubiera sido delincuente, hubiera sabido qué hacer, qué esperar, dónde estaba parado.
                Era buen amigo Diego. Sus amigos también. No lo nombraban mucho, salvo en las familias. El amigo bueno. El que no tenía auto. Todos los pibes en Monte Grande trabajaban para tener el auto usado, para salir a la noche y levantar chicas, todos se tomaban el domingo para el fútbol. Diego había terminado el industrial a tiempo, con todas las materias aprobadas. Pero el siguiente año sólo ayudaba en su casa, daba una mano en el taller del tío, acompañaba a sus amigos en el trabajo, repartiendo, cargando. No se hacía camino. Luca ya tenía una hija, trabajaba todo el día para llevarle plata a la madre de la nena. Sebas se había metido en la municipalidad, apenas tenía tiempo para el fútbol, invitaba la cerveza. Oski la tenía fácil, se quejaba, pero el viejo lo mantenía para estudiar ingeniería en capital. Diego no era nada, pensaba él, mirando los videos de Youtube.
                Mariela lo valoraba, pero eso no alcanzaba para sentirse a gusto. Ella era tan amiga que era parte de su intimidad orgullosa, no era ese exterior hostil que no lo entendía, en el que él no se desenvolvía. Él mismo era a veces ese exterior, él era ese juez imaginario que se condenaba.
                Si por lo menos fuera homosexual, había llegado a pensar, ahí sí podía patear el tablero y hacer su rumbo. Deseaba a las chicas de sus amigos, le parecía que dejarlas con un hijo era una maldad. Si para él eran golosinas, se quedaría feliz acompañándolas. Las deseaba, las odiaba. Si por lo menos fuera puto sería más fácil, había pensado. Pero sabía que no hubiera tenido el coraje: despreciaba secretamente a Julito, el vecino, que era un homosexual orgulloso y ostensible y además trabajaba en capital y además viajaba a Brasil, a Estados Unidos. A Julito nadie lo juzgaba fuera de algún comentario, pero no lo tenían en cuenta. Pagaba el precio. Pero Julito no era cobarde y además sabía qué hacer. Si Diego se rebelaba al mundo, no sabía a qué título. ¿Vago? ¿Boludo? ¿Loco?
                La llamada de la fábrica de aluminio fue un alivio. Operario de la Unión Obrera Metalúrgica. Tomá. A ver si ahora lo dejaban en la mesa sin hablar. Un metalúrgico. Los compañeros, la queja del horario, las manos curtidas. Ya no necesitaba la excusa de mantener un hijo, ni problemas con deudas, ni peleas de barrio, ni parciales de la facultad, asuntos importantes que Diego no tenía. Un tipo hecho y derecho, con plata para ayudar a la madre, invitar un vino, alquilar una pieza y llevar chicas, quién te dice. Llamó a los amigos, era miércoles. Nadie podía, el viernes mejor. Cenó con su mamá, que lo felicitó. Lavó los platos sin obligación, disfrutando, el metalúrgico no se olvidaba de la vieja y lavaba los platos, aunque ya tenía un puesto en la fábrica. Se fue a dormir pensando en su primer día de trabajo, los compañeros, el jefe, la ropa de la empresa.
                El jueves fue largo. Lo dedicó a esperar el festejo del viernes. Todos los amigos en lo de Sebas, que alquilaba desde los 17 una casita. Diego juntó los ahorros y le vendió la bicicleta al tío, ya se compraría otra mejor. A Mariela esto le pareció tonto, pero después se rió, le gustaba verlo tan contento. Diego no iba a gastar en comida, los citó para después de la cena. Cerveza fría, fernet con coca. Cocaína. Le pidió los parlantes al primo para poner música, que a él no le gustaba, pero era necesaria para una buena noche. Luca le dijo que él iba a llevar chicas. Oski llegaba tarde de cursar, pero iba seguro. Esperaba el momento de sacar los sobres con la merca, sorpresa, invitación de la casa. Esa solvencia de invitar, la espalda ancha para cargar con el asunto y no andar esperando, ocuparse. Se imaginaba con los pibes, tranquilo, adulto. Tomen y disfruten. Alguna chica preguntándole sobre el nuevo trabajo.
                Le molestó que lleguen tarde, cansados, como un día más. Compraste para veinte, le decían cuando veían la heladera llena. Trató de tomar tranquilo, como si fuera una noche más, pero la ansiedad lo mataba. La primera vez que fue al baño, levantó la tabla con el pie, trató de ser prolijo con el pis, ante el botón muerto del inodoro metió la mano en la mochila para descargar agua y dejar limpio. Vio las manchas de humedad, la pared sin revoque, el piso de cemento a la vista. Pensó que podía tener algo así para él. Lo mantendría más limpio, claro. Podía alquilar y, con el tiempo, poner lindo el lugar. La segunda vez ya ni se molestó, entró mareado al baño y dejó su meo acumulado con los anteriores. La tercera vez, el baño ya estaba evidentemente sucio. La cuarta vez, meó ya en el cantero del patio, de espaldas a la mesa. Fueron dos mujeres, porque Mariela no contaba. Le pareció que no eran lo suficientemente buenas para la ocasión, ya habría tiempo para eso. Lamentó cuando se fueron, le pareció que temprano, aunque se habían quedado dos horas. Le habían hablado, lo habían felicitado. Diego respondía como restándole importancia, creyendo que la reunión recién empezaba, que lo real de la noche estaba por llegar, entonces charlaba con Mariela, se sentía más cómodo y feliz. Cuando las chicas se fueron, le pareció que la noche se vaciaba. Oski se fue, dijo que estaba cansado. Mariela también se fue, prometió pasar por su casa después de la primera jornada de trabajo. Para Diego, lo bueno ni siquiera había empezado, pero veía que la reunión se apagaba. Sacó los sobres de cocaína para levantar. Le dijeron que era tarde, que hubiera convidado antes, con las chicas. Tomaron todos, él, Sebas y Luca. Eso le dio cuerda durante tres horas a la noche. Amenazaron con salir largo rato, Sebas le prestó ropa a Luca. Dos horas después, comprobaron que estaba todo cerrado por el barrio. No hubo consenso para ir hasta capital. A Diego le molestó que ahorren esfuerzos y plata en esa noche. Volvieron. Lo acompañaron hasta que se terminó la bebida. Ya cantaban los pajaritos y nadie podía hablar fluido.
                Diego se despertó con un llamado. Lo dejó sonar. Seguían llamando. Atendió. Le preguntaron de la fábrica de aluminio por qué no se había presentado. La peor forma de despertarse. Quiso decir que no se sentía bien, que lo esperen el lunes, pero nunca supo bien lo que dijo, se fijó la hora y debía estar en Ezeiza hacía dos horas. Se bañó, hizo lo posible por sacudirse la noche de encima, llamó. Le dijeron que ya no se presente. Había perdido la oportunidad. Antes de saber lo que iba a sentir, se dejó caer de nuevo en la cama, para dormir, para postergar el asunto. Durmió hasta la noche. No sabía si iba a poder enfrentarlo. Un fracaso rotundo, una marca que lo describía, un hecho que lo podía predisponer a la insensatez, una anécdota que se recordaría con gracia. Difícil saberlo ahora, medio dormido, con ganas de taparse con las sábanas por mil años.

No hay comentarios: