Estoy
sentado mirando la pared. La pared es blanca, casi tan blanca como una pared
blanca, aunque interrumpida por líneas. Las líneas no tienen un color definido,
o acaso no recuerdo ese color. Son líneas oscuras. Cuando las vi por primera vez,
¿cuándo las vi?, esto fue hace mucho, horas, días quizás, no estoy en
condiciones de determinarlo. También me distraigo y me cuesta retomar los hilos
de lo que pienso, así como me resulta difícil ahora concentrarme en las líneas
de la pared. Eso, las líneas. Al principio las veía bien, seguía el curso de la
línea fuerte sobre la pared blanca. Ahora me es imposible decidirme en los
cruces, no bien intento seguir una sola línea, ya estoy atento a las líneas que
cruzan, y a las que se van cruzando más lejos, entonces ya no sé cuál de todas
es mi línea en la pared y no puedo fijar la mirada. Sólo puedo ver una grilla
más o menos estable en el blanco de la pared. Entonces miro en el medio de los
cuadrados blancos, pero para acertar el centro exacto debo tener en cuenta sus
lados, y otra vez se resbala mi atención, por más esfuerzo que haga, hasta los
bordes blancos, al lado de las líneas oscuras, y otra vez ya no sé cuál es mi
borde. Estoy mirando una pared cuadriculada, y me aburro.
Entra
una mujer blanca. Perdón, una mujer con guardapolvo blanco, más blanco que la
pared. Tiene las manos del color de la piel. ¿Tenía un nombre ese color? Verde,
marrón, es inútil, me marea. Tengo el impulso de nombrar, de asociar, de
comparar, pero no recuerdo nada. Aunque si me esfuerzo... pero todo lo que sé
está desnudo, se le cayeron las palabras, entonces más que desnudo está suelto,
no tengo de dónde agarrarlo. Y cuando se me escapan las cosas. Me duele la
cabeza.
-¿Te sentís bien?
-Sí, un poco mareado.
-Seguro que estabas mirando los azulejos
otra vez. Te dije que descanses. Mañana ya te vas para tu casa.
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