28/3/12

Sonría

En la noche inerte de uno de los bordes chatos de una ciudad de provincia, la estación de servicio fulmina la oscuridad con luces histriónicas, para ser a la gente lo que la miel a las moscas. La tradición del lugar se impone, con todo, aún, a las maquinaciones del comercio.
Junto a la puerta, un aparato eléctrico suma al bochinche lumínico el ruido estrambótico del rock, cuando el oficial Vranjes estaciona su patrullero a la derecha de los surtidores. Baja del auto, mira su reloj y atisba con ojos vacunos la nada noctámbula a ambos lados de la ruta. Entonces deja caer el equipo de radio al asiento delantero, y camina hacia el local.
Empuja la puerta y saluda a Geraldine –por una milésima de segundo, ella deja de mirar la tele que cuelga del techo–, llevando una mano a la gorra y ejecutando el típico cabeceo de la zona. Busca una botella de cerveza, la abre y la levanta hacia la cámara de seguridad. Mientras pasa al otro lado del mostrador, le pide permiso a la empleada, de unos dieciocho años, para verificar algo: rutina. Se acerca a la muchacha, le da un trago a la botella, y le pregunta por su padre, que está preso hace un par de años, a más de cien kilómetros, por hechos que en su momento provocaron escándalo y a quien ella en verdad casi no conoció.
– Bien –contesta la chica, abstraída en su chicle y la tele.
– No debería dejarte sola a estas horas –opina el oficial, acercándose más.
Geraldine lo mira asustada. Vranjes la tira al piso y se le pone encima. Saca su revólver, le levanta la pollera, le corre la bombacha y, apoyándole el cañón del arma en el costado de la cabeza, la boca abierta en la nariz y el bigote blanco en el párpado izquierdo, la viola, hasta que unos minutos después le eyacula en la panza, que la remera del negocio deja siempre al descubierto.
Luego le da un beso en la frente, se acomoda los pantalones, guarda el revólver, suspira agitado, se pone de pie, levanta a Geraldine, que solloza, de los brazos, le esposa las muñecas a la espalda, la lleva consigo hasta la heladera, saca otra cerveza, la abre, la levanta  hacia la cámara, de nuevo, y le dice a la muchacha que sonría: la están filmando. Ella se quiebra en un llanto profuso y el oficial, resignado, no insiste, y al ritmo de un rock se la lleva hacia el auto.

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